El
ser humano goza de manera individual de una riqueza que le es propia
y que puede comunicar a los demás. Ni en la naturaleza encontraremos
dos seres que se repitan, ni dos personas que piensen exactamente
igual. La diversidad de opiniones es importante para el diálogo.
No podemos esperar que todos piensen como nosotros. |
La finalidad por la que se nos ha concedido la palabra es revelar
nuestra verdad y no ocultarla. No se puede emplear la palabra para
ocultar segundas intenciones. Hay quienes padecen de «verborragia»,
es decir, hablan y hablan como si temieran quedarse sin razones; sus
palabras son cortinas de humo que impiden escuchar otras verdades.
La sinceridad es el alma de todo diálogo. Ser sincero no consiste
en decir lo que pensamos. |
Dialogar es hablar, y saber escuchar. Si la naturaleza nos
ha dotado de dos oídos y una sola lengua, es para que entendamos
que nos corresponde escuchar el doble de lo que tenemos que hablar.
En la familia no hacen falta muchas palabras «más vale
corazón sin palabras que palabras sin corazón». |
No hay peor sordo que el que no quiere oír. Si adoptamos
actitudes defensivas frente a la opinión de los demás:
si, movidos por los prejuicios, cerramos nuestros oídos a lo
que otros dicen con la mejor intención, convertimos el diálogo,
en un diálogo de sordos. |
La verdad no es sólo de una persona. Al diálogo
todos y todas pueden aportar, porque «nadie hay tan listo que
lo sepa todo, ni tan torpe que no sepa nada». Entre todos podemos
encontrar, no toda la verdad, pero sí un poquito más
de verdad. |
Todos
tenemos derecho a equivocarnos, es humano. Condenar el error equivale
a condenar al que se equivoca. Reconocer nuestros propios yerros ante
los hijos o la pareja, lejos de hacernos perder estima ante ellos,
produce sentimientos de comprensión y aceptación. |
El
diálogo supone una actitud de aceptación de nuestros
interlocutores, sin reserva ni condiciones.
Nuestra memoria se convierte muchas veces en cuadros en los que tenemos
clasificados y etiquetados a los demás. A veces los seguimos
juzgando por acontecimientos ocurridos hace mucho tiempo. No admitimos
que pudieran cambiar. Negamos la capacidad que tiene toda persona
para reestructurar su propia vida. |
La rectitud
de intención con que afrontamos el diálogo se pone
de manifiesto en la capacidad que tenemos para ceder. Ceder no significa
una derrota, sino el triunfo sobre nuestro conformismo; aceptar
que, desde el momento en que aprendemos algo nuevo, ya no podemos
seguir siendo los mismos, puesto que nuestro ser se ha enriquecido
con la riqueza del otro.
Dialogar es querer aprender, y aprender consiste en aceptar el
cambio de nuestra conducta motivado por nuestra experiencia o por
la ajena.
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Dialogar
no es invadir con nuestras preguntas imprudentes la intimidad del
otro, «no a todos les gusta oír lo que a ti te gusta
decir». El que emplea sus palabras para molestar o agredir a
los demás destruye toda posibilidad de comunicación.
El violento no es comunicativo. La virtud del diálogo es la
tolerancia, que consiste fundamentalmente en el respeto del otro,
de sus valores, aunque no coincidan con los nuestros. |
Vivimos esclavos del tiempo, bajo la tiranía del reloj.
Ello nos vuelve impacientes y deseosos de concluir lo más
rápidamente posible nuestras comunicaciones. No podemos decirlo
todo, por eso nuestros diálogos han de ser necesariamente
incompletos. Nadie tiene la última palabra. Es importante
quitar las prisas, que impiden la comunicación.
Si dices no tener tiempo para hablar con tu pareja, hijos o hijas,
razón de más para que lo busques.
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