Todo lo que tiene vida crece, se desarrolla, cambia. Las familias, como están formadas por seres vivos, también cambian. Así que, con el paso del tiempo y a lo largo del curso de vida de sus miembros, las familias cambian sus arreglos y sus composiciones: son unidades sociales dinámicas. Las personas que forman las familias nacen, crecen, van a la escuela, sufren accidentes o enfermedades, adquieren habilidades y conocimientos, conocen nuevas personas, se emplean, sufren la muerte de algunos de sus amigos y parientes, eligen pareja, fundan familias, establecen empresas, tienen hijos, viajan o cambian su lugar de residencia. Todo esto provoca cambios en las necesidades económicas, en la manera de distribuir el tiempo, en las amistades cercanas, o en la manera de entender las reglas y el orden, por ejemplo.

Idealmente, las familias tendrían que estar en actitud de alerta para reconocer los cambios de cada uno de sus miembros y ajustar sus reglas, sus dinámicas y sus relaciones a estos cambios, en busca de respeto y armonía constantes.

 

Para una familia formada por una pareja recién unida, los retos principales tal vez sean lograr una seguridad económica básica y aprender a conocerse mutuamente, aprender a entender las necesidades mutuas y a distinguir los mensajes sutiles que uno al otro se mandan. Entonces, los acuerdos familiares girarán posiblemente, alrededor del uso que ambos den a su tiempo libre, del tiempo que ambos destinen al trabajo y del tiempo que, de común acuerdo, deseen esperar antes de tener una hija o un hijo.


Pero si acaso uno de los dos decidiera estudiar, además de trabajar, tendrían que cambiar los arreglos, las reglas, las dinámicas del hogar.

Tal vez el miembro de la pareja que no estudia se ofrecería a realizar algunas de las tareas domésticas que antes no realizaba y, por supuesto, habría que volver a negociar el uso compartido que se les daría a los recursos familiares.

Hay circunstancias, ajenas a los planes de las personas, que también producen cambios: una enfermedad prolongada, el desempleo de alguno de los miembros de la familia, la llegada al hogar de algún pariente que -por enfermedad o vejez- necesita apoyos y cuidados.

 

Los bebés, al nacer, establecen la necesidad de dar un nuevo uso al tiempo y al espacio de la familia. Los hijos en edad escolar marcan la necesidad de diseñar nuevas reglas para el uso del televisor y de los tiempos compartidos del fin de semana. Los adolescentes piden a la familia que amplíe los horarios de llegada y les permitan tener mayor intimidad y silencio. Una mamá que a los cuarenta años decide regresar al trabajo o a la escuela pide que otros miembros de la familia tomen algunas de sus anteriores responsabilidades domésticas. Cuando alguno de los miembros de la familia se va, el resto tiene que asumir algunas de las funciones que, quien se fue, realizaba.


Todos conocemos por experiencia propia estos cambios. Todos hemos sufrido o celebrado estos cambios. Todos sabemos que no hay nada fijo bajo el sol y que la vida implica movimiento. Lo importante es estar conscientes de esto, para responder de manera nueva a cada situación. Siempre, por supuesto, desde una postura propia. Siempre con una claridad personal de lo que valoramos, de lo que proyectamos, de lo que queremos preservar.

Texto tomado de: Chapela, Luz Ma. Familia. Cuadernos de Población. CONAPO. México, 1999. Pp. 25-30.