EL
MANDATO
Desde la muerte de su tía, Nicolasa
cocinaba poco. Llamada por otros trajines, pasaba sus días
lejos del fogón.
Al pie de ese fogón, Nicolasa
había aprendido a caminar y a cocinar. Ella conocía los secretos
de la tía, los manjares que nacían de su mano por herencia
o invención.
La tía rellenaba los chiles
poblanos con flores de calabaza y con misterios; sabía dar
alegría a las quesadillas, porque el maíz y el queso se llevan
bien, pero juntos se aburren; y en sus platos celebraba asombrosos
matrimonios de sabores y picores que nunca antes habían tenido
el gusto de encontrarse.
Al tiempito de morir la tía,
llegaron quejas del cementerio. Los difuntos no podían dormir,
por el ruido que metía ese ataúd.
El ataúd fue desenterrado, y
fue abierto. La sobrina descubrió un papel, estrujado en un
puño de la difunta. Y leyó: "Yo no descansaré en paz,
hasta que se cocinen mis recetas".
Nicolasa no tuvo más remedio
que fundar una cantina, en algún lugar de la ciudad de México.
Eduardo Galeano
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