En la riquísima región de Darién, vivieron, desde los más remotos tiempos, los indios cunas. Ellos tuvieron como ascendiente al mismo Sol. Y sus tierras son las más hermosas que jamás se hayan contemplado. Los dioses les dieron montañas, en cuyo seno está guardado el oro, lagunas encantadas, ríos de profundas corrientes, selvas pobladas por los más hermosos árboles y los más vistosos animales.
En un tiempo, del que ya no va quedando ni la memoria, el hechicero de la tribu, el nele, era un hombre bueno y sabio, de costumbres sanas y vida generosa, por lo que fue amado, especialmente por el dios Sol.
El dios quiso premiarlo con un don que fuera de su agrado. Una tarde, a la hora del sacrificio acostumbrado, se presentó al nele y le ordenó que eligiera algo, que le concedería lo que él quisiera. El nele se consideró indigno del favor del dios y no le pidió nada. Pero el Sol, admirado de su humildad, repitió el ofrecimiento sin condiciones. El buen nele pidió al dios que le concediera un tiempo para pensarlo bien.
Y como era bueno, pensó que debería pedir algo que beneficiara a los demás, pues su vida estaba ya tan avanzada, que poco tiempo más sobreviviría. Descartó la idea de pedir algo para uno solo, que se haría objeto de la envidia de los demás, por lo que el odio triunfaría sobre todos los sentimientos de la tribu. Le era muy difícil encontrar un don que hiciera felices igual a todos, a hombres y mujeres. Y tampoco sabía si el dios Sol estaba dispuesto a dar el don no solamente a él, sino a darlo a muchos al mismo tiempo.
14 Anónimo, “Los descendientes del sol”, en Fábulas, leyendas y cuentos, t. 10, México, UTEHA, 1983, p. 1198.