Jorge Ibargüengoitia pensó dedicar su vida al estudio y a la práctica de la ingeniería, pero encandilado por la literatura, terminó cambiando los números por las letras. Lo hizo cuando llevaba tres años en la Facultad de Ingeniería de la  UNAM, aparentemente convencido de que la vida real eran los puentes, los caminos vecinales.

Nació el 22 de enero de 1928 en Guanajuato, una ciudad de provincia que era entonces casi un fantasma. Creció entre mujeres que lo adoraban. Querían que fuera ingeniero. En ese camino estaba, cuando un día, a los veintiún años, faltándole dos para terminar la carrera, decidió abandonarla para dedicarse a escribir.

Entró a la Facultad de Filosofía y Letras en 1951 para tomar la clase de Teoría y Composición Dramática, que impartía Rodolfo Usigli. La huella que su maestro y amigo le dejó fue imborrable. Lo marcó para siempre como escritor, al hacerle una pequeña alabanza sobre su primera comedia, Cacahuates japoneses o Llegó Margo.

El primer montaje de una obra de Jorge Ibargüengoitia se debe a la intermediación de Usigli, el profesor y amigo. Luego, dejó el teatro para escribir novelas y cuentos. En 1963 publicó Los relámpagos de agosto, escrita en 1963, con la que ganó el premio de novela Casa de las Américas en 1964. Fue editada en México en 1965 y ha sido traducida a siete idiomas. En la actualidad, se vende más que nunca.

A partir de esa fecha, 1964, ganó todos los premios que existían en México para narrativa. Ganó también, dos veces, el premio Casa de las Américas de Cuba. Refugiado en su casa de Coyoacán, primero, y más tarde en París, se dedicó a escribir sus seis novelas.

Falleció el 27 de noviembre de 1983, víctima de un accidente aéreo.
 
  Disfrute de la lectura de un fragmento de La ley de Herodes.8
 
 

Mis embargos
En 1956 escribí una comedia que, según yo, iba a abrirme las puertas de la fama, recibí una pequeña herencia y comencé a hacer mi casa. Creía yo que la fortuna iba a sonreírme. Estaba muy equivocado; la comedia no llegó a ser estrenada, las puertas de la fama no sólo no se abrieron, sino que dejé de ser un joven escritor que promete y me convertí en un desconocido; me quedé cesante, el dinero de la herencia se fue en pitos y flautas y cuando me cambié a mi casa propia, en abril de 1957, debía sesenta mil pesos y tuve que pedir prestado para pagar el camión de la mudanza. En ese año, mis ingresos totales fueron de 300 pesos, que gané por hacer un levantamiento topográfico.

Vinieron años muy duros. Cuando no me alcanzaba el dinero para comprar mantequilla, pensaba: “Con treinta mil pesos, salgo de apuros”.
 
8 Jorge Ibargüengoitia, La ley de Herodes, México, Joaquín Mortiz/Sep, 1987, p. 69.