Los buques suicidantes
 

—¿No serán águilas?...

El capitán sonrió bondadosamente:

—¿Qué, señora? ¿Águilas que se llevan a la tripulación?

Todos se rieron y la joven hizo lo mismo, un poco avergonzada. Felizmente, un pasajero sabía algo de eso. Lo miramos curiosamente. Durante el viaje había sido un excelente compañero, admirando por su cuenta y riesgo y hablando poco.

—¡Ah! ¡Si nos contara, señor! —suplicó la joven de las águilas.

—No tengo inconveniente —asintió el discreto individuo—. En dos palabras: “En los mares del Norte, como el María Magdalena del capitán, encontramos una vez un barco a vela. Nuestro rumbo —viajábamos también con velas— nos llevó casi a su lado. El singular aspecto de abandono, que no engaña en un buque, llamó nuestra atención y disminuimos la marcha observándolo. Al fin desprendimos una chalupa; a bordo no se halló a nadie, y todo estaba también en perfecto orden. Pero la última anotación del diario databa de cuatro días atrás, de modo que no sentimos mayor impresión. Aun nos reímos un poco de las famosas desapariciones súbitas.

Ocho de nuestros hombres quedaron a bordo para el gobierno del nuevo buque. Viajaríamos de conserva. Al anochecer nos tomó un poco de camino. Al día siguiente lo alcanzamos, pero no vimos a nadie sobre el puente. Desprendióse de nuevo la chalupa, y los que fueron recorrieron en vano el buque: todos habían desaparecido. Ni un objeto fuera de lugar. El mar estaba absolutamente terso en toda su extensión. En la cocina hervía aún una olla con papas.

Como ustedes comprenderán el terror supersticioso de nuestra gente llegó a su colmo. A la larga, seis se animaron a llenar el vacío, y yo fui con ellos. Apenas a bordo, mis nuevos compañeros se decidieron a beber para desterrar toda preocupación. Estaban sentados en rueda, y a la hora la mayoría cantaba ya.

Llegó mediodía y pasó la siesta. A las cuatro la brisa cesó y las velas cayeron. Un marinero se acercó a la borda y miró el mar aceitoso. Todos se habían levantado, paseándose, sin ganas ya de hablar. Uno se sentó en un cabo arrollado y se sacó la camiseta para remendarla. Cosió un rato en silencio. De pronto se levantó y lanzó un largo silbido. Sus compañeros se volvieron. Él los miró vagamente, sorprendido también, y se sentó de nuevo. Un momento después dejó la camiseta en ello, avanzó a la borda y se tiró al agua. Al sentir el ruido los otros dieron vuelta la cabeza, con el ceño ligeramente fruncido. Enseguida se olvidaron, volviendo a la apatía común.

Al rato otro se desperezó, restregase los ojos caminando, y se tiró al agua. Pasó media hora; el sol iba cayendo. Sentí de pronto que me tocaban el hombro.