Volvió a consultarle, en su diario sacrificio. Y el dios Sol le repitió el ofrecimiento. El nele había tenido una idea magnífica, pero ambiciosa. Y se la dijo al Sol. Había soñado tener como cacique de su tribu a un hijo del dios. Al Sol le pareció una cosa grande lo que le pedía, pero accedería si todos estaban de acuerdo en la tribu con el deseo del nele. La gente, al saberlo, quedó muda de asombro. Luego expresaron su gratitud al nele con gran alegría. El ofrecimiento era demasiado hermoso para haberlo deseado ellos antes. El nele se apresuró aquella tarde a dar su respuesta al Sol.
Durante tres días, la tribu entera se entregó a elevar preces a los dioses y a ofrecer sacrificios. Al amanecer del último día, los rayos del Sol se esparcieron por el cielo azul, como una gran corona de oro. Se abrió el cielo y apareció, en medio de la luz, un niño maravilloso, de cabellos rubios y ojos claros, con la tez de nácar, que le daba la mano a una niña bellísima. Los dos avanzaron desde el confín del cielo hasta llegar al lugar en que el nele y la tribu les esperaban. Todos cayeron de rodillas frente a ellos, dando gracias al Sol.
Los llevaron a un palacio de oro que les tenían preparado, y toda la tribu se desvivió por llevarles cuanto podía contribuir a su comodidad y su bienestar sobre la Tierra. Los jardines se llenaron de plantas y flores, entre las que vivían aves de los más variados plumajes y multicolores mariposas. Los frutos más jugosos y exquisitos les fueron presentados, junto con las viandas más sabrosas. La pareja fue creciendo al cuidado de todos. Pasados, unos años estaban convertidos en dos jovencitos esbeltos y gentiles, adorados por toda la tribu. Ellos se amaron apasionadamente y sus bodas se celebraron con grandes fiestas, danzas guerreras y cantos que tuvieron hermosas realizaciones.
Fueron felices algún tiempo, pero después de pocos años, la joven pareja se olvidó de su amor y de su origen divino. Fue el hijo del Sol el primero que, hastiado de su celestial esposa, buscó un nuevo amor entre las bronceadas muchachas de la tribu. Luego fue ella, la esposa olvidada, quien trató de hallar compensaciones entre los guerreros de la tribu.
El dios Sol expresó su cólera ante semejante conducta de sus hijos. Y los condenó a perder el don de la divinidad, dejándolos sobre la Tierra, expuestos a los mismos sufrimientos que los demás mortales. Fueron inútiles los ruegos de toda la tribu al dios Sol. El castigo se cumplió.
Desde entonces, los hijos del Sol vivieron como todos los demás. De su unión con los indios, queda la raza de los cunas; raza superior por ser descendiente de un dios. De sus primeros hijos, los que nacieron cuando aún se amaban, descienden los albinos, esos seres de ojos azules que no resisten la luz del día, de pelo dorado, casi blanco, que se distinguen de los demás cunas como representantes verdaderos del dios Sol.
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