Lágrimas congeladas
 

El extraño visitante que vence todas las etapas de esta difícil selección es conducido hasta el coleccionista. Se ve entonces frente a un hombre alto, robusto, elegantemente vestido. Amablemente, pero sin efusividad, es invitado a sentarse. El hombre realiza un breve relato histórico de la colección. Explica que la idea de guardar lágrimas se le ocurrió el día en que le regalaron un lacrimarium, ese frasco minúsculo usado por los romanos (por los que siente admiración) para recoger lágrimas.

Da una disertación sobre el llanto. Llorar, aclara, exige un aprendizaje; el niño pequeño no llora, grita de frío, de hambre, de dolor. La técnica del llanto es algo que se va incorporando, poco a poco, a los mecanismos de la expresión individual. Llega al clímax en la madurez (y luego declina –tanto que según Max Frisch, los moribundos no derraman lágrimas); de allí la necesidad de preservar los recuerdos de esta fase.

Terminada la explicación, el hombre invita al visitante a acompañarlo. Descienden al sótano por una escalera de caracol. Allí, en un estante refrigerado, construido especialmente para ese fin, están las famosas lágrimas congeladas: perlas de hielo sobre láminas de vidrio. Junto a cada una de ellas, una tarjeta con explicaciones. Por ejemplo: “Lágrima derramada en diciembre de 1965, con motivo del fallecimiento de mi querido hermano. Causa de la muerte: accidente cerebrovascular. Hecho ocurrido al mediodía. Llanto iniciado cuarenta segundos después. Flujo máximo de lágrimas, alcanzado en, aproximadamente, dos minutos. Duración total del llanto una hora (con períodos de calma y hasta risas incoherentes). Número estimado de lágrimas derramadas, treinta y dos (diecisiete por el ojo izquierdo, quince por el derecho). La presente lágrima fue recogida del ojo derecho, en una escapada furtiva al baño. Recolección precedida por una intensa mirada dirigida al rostro reflejado el espejo y por inquietantes preguntas sobre el sentido y la calidad de vida”.

La visita termina. Con una pálida sonrisa, el coleccionista se despide del visitante. No habla de sus temores, pero uno de ellos es obvio: teme desperfectos en el sistema de refrigeración. Si se elevara la temperatura del estante, las lágrimas se evaporarían enseguida, y la tenue nube que tal vez se formase podría al menos empañar el espejo que cuelga de alguna de las paredes. Y, una vez disipada, habría llegado a su fin la famosa colección de lágrimas congeladas.
 
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