Los buques suicidantes
 

—¿Qué hora es?

—Las cinco —respondí. El viejo marinero que me había hecho la pregunta me miró desconfiado, con las manos en los bolsillos, recostándose enfrente de mí.

Miró largo rato mi pantalón. Distraído. Al fin se tiró al agua.

Los tres que quedaron se acercaron rápidamente y observaron el remolino. Se sentaron en la borda silbando despacio con la vista perdida a lo lejos. Uno se bajó y se tendió en el puente, cansado. Los otros desaparecieron uno tras otro. A las seis, el último (se levantó, se compuso la ropa), apartóse el pelo de la frente, caminó con sueño aún, y se tiró al agua.

Entonces quedé solo, mirando como un idiota el mar desierto. Todos, sin saber lo que hacían, se habían arrojado al mar, envueltos en el sonambulismo morboso que flotaba en el buque. Cuando uno se tiraba al agua los otros se volvían, momentáneamente preocupados, como si recordaran algo, para olvidarse enseguida. Así habían desaparecido todos, y supongo que lo mismo los del día anterior, y los otros y los de los demás buques. Eso es todo.

Nos quedamos mirando al raro hombre con explicable curiosidad.

—¿Y usted no sintió nada? —le preguntó mi vecino de camarote.

—Sí; un gran desgano y obstinación de las mismas ideas, pero nada más. No sé por qué no sentí nada más. Presumo que el motivo es éste: en vez de agotarme en una defensa angustiosa y a toda costa contra lo que sentía, como deben de haber hecho todos, y aun los marineros sin darse cuenta, acepté sencillamente esa muerte hipnótica, como si estuviese anulado ya. Algo muy semejante ha pasado sin duda a los centinelas de aquella guardia célebre que noche a noche se ahorcaban.

Como el comentario era bastante complicado, nadie respondió. Poco después el narrador se retiraba a su camarote. El capitán lo siguió un rato de reojo.

—¡Farsante! —murmuró.

—Al contrario —dijo un pasajero enfermo, que iba a morir a su tierra—. Si fuera farsante no habría dejado de pensar en eso y se hubiera tirado también.