Existe un hombre que colecciona lágrimas. Comenzó en la adolescencia y ya tiene cincuenta y dos años, pero su colección, basada en ciertos criterios –secretos aunque seguramente rigurosos–, no es grande.
A mucha gente le gustaría conocer la famosa colección. Pero el hombre no lo permite. Las lágrimas congeladas están guardadas en el sótano de la propia residencia, una casa situada en lo alto de una colina, rodeada por altos muros y protegida por feroces perros. Los pocos visitantes que estuvieron allí hablan de las extraordinarias medidas de seguridad. El portón está vigilado por dos hombres armados. Ellos verifican la identidad de las personas que el coleccionista acepta recibir y luego los conducen a una psicóloga que, por medio de una entrevista, indaga los motivos conscientes e inconscientes de la visita. Finalmente los visitantes son sometidos a una prueba: dada una señal, deben comenzar a llorar. Esta prueba se realiza en una salita sin muebles y con las paredes totalmente desnudas, a excepción de un pequeño cuadro con la siguiente inscripción: Bienaventurados los que lloran... (La frase termina así, con puntos suspensivos. ¿Acaso una ironía sutil? ¿Un homenaje a la inteligencia de quien la lee? ¿Una sugerencia de que puede haber otra recompensa para las lágrimas que no sea el reino de los cielos –tal vez las propias lágrimas?- ¿Un obstáculo adicional al llanto, representado por una apelación a la curiosidad?)
21 Sclyar, Moacyr, “Lágrimas congeladas”, en Cuentos breves latinoamericanos, México, SEP, 2002, pp. 37-38.