Se dice, por la voz de la tradición, que venía a
Puebla el excelentísimo señor virrey de la Nueva España
y había que preparar algo digno para tan regia personalidad.
En todos los conventos había gran agitación y movimiento,
pero sobre todo en el de Santa Rosa porque de su cocina habían
salido siempre los mejores guisos. Había que preparar un
platillo único, una innovación en la cocina poblana,
que ya desde entonces gozaba de gran fama.
En la gran cocina del convento de Santa Rosa, la madre cocinera en turno se paseaba por el amplio recinto cavilando:
”¿Qué preparar para tan fausto acontecimiento? Cierto es que en los patios del monasterio hay media docena de guajolotes de año y medio que se han engordado con almendras y avellanas y que por su edad, están listos para cocinarse, pero, ¿qué más, Dios mío?
La monja no cesaba de invocar a san Pascual Bailón, cuyo cuadro de azulejos de Talavera lucía en el lugar de honor en la gran cocina y con dulce mirar veía sus apuro. De pronto, como iluminada por el santo, se dijo a sí misma:
“¡Ya está! Prepararé un guiso indígena a base de chile pero mezclado con las especias de Castilla. Será criollo como nuestra raza; será un guiso de Puebla y de Nueva España.”
No lo pensó más. Fue a la despensa y de los vitroleros de vidrio azul que guardaban las especias sacó unas buenas porciones de chiles secos: chile ancho, chile pasilla, chile mulato y chile chipotle así como pasas, almendras, semillas de ajonjolí, pimientas, clavo, canela, anís y unas tablillas de chocolate y de la recaudería tomó ajos, cebollas y abundante jitomate.
Puso a remojar los chiles, lo mismo que las almendras, y mandó traer de los patios dos guajolotes para limpiarlos y prepararlos. Las criadas y las novicias veían con asombro cada uno de los movimientos de la religiosas hacían semejante a una sacerdotisa que oficiara un ritual.
Después, mandó tostar el ajonjolí en un comal de barro y, una vez que estuvo dorado, lo retiró del fuego. A los chiles, una vez remojados, les quitó las semillas y las venas y los dejó escurrir; a las almendras, después de un ligero hervor, les quitó las cáscaras. En una cazuela de barro de La Luz, con suficiente manteca, frió los chiles y, en esa misma manteca, frió unos totopos, unas rebanadas de pan blanco y la pulpa de unos plátanos largos que también se conocen como plátanos machos. Mandó asar todo el jitomate y en un perol grande puso a hervir las piezas ya limpias y descañonadas de los pavos, poniéndoles rabos de cebolla, sal, ramas de hierbabuena y cilantro para quitarle el tufo a la carne de los guajolotes.
Una vez listos todos los ingredientes, ella misma empezó a moler los chiles en el gran metate de piedra. Una de las criadas indígenas, que apenas podía hablar el español, llena de asombro por lo bien que molía la monja, dijo:
─¡Qué bien mole la reverenda madre!
Cuando la religiosa escuchó la frase, se iluminó su rostro y llena de alegría le contestó:
─¡Tú lo has dicho! Este guiso de hoy en adelante se llamará mole, ¡Mole de guajolote!
Y así pasaron por el metate todos los ingredientes, formándose una pasta aceitosa, exquisita, cuyo aroma invadía todo el edificio conventual.
En una cazuela de barro de La Luz, con suficiente manteca, la reverenda madre puso a freír aquella sabrosa pasta, agregándole el jitomate molido, sal, azúcar y las tablillas de chocolate, hasta que ésta empezó a sazonarse; después le agregó las piezas principales de los guajolotes y unos trozos de carne de puerco cruda, para que se cociera y se impregnara con el sabor de todas las especias; por último, agregó una buena porción del caldo de los pavos y lo dejó hervir hasta que alcanzó el espesor deseado y las carnes se cocieron completamente.
Para servir este suculento platillo, la madre escogió grandes platones de porcelana, sirvió las piezas principales de los guajolotes, bañándolas con aquel exquisito y oloroso caldillo espeso, después, roció ─válgaseme la expresión─ con semillas tostadas de ajonjolí y lo adornó, además, con hojas de lechuga y rabanitos tiernos.
Fue un éxito rotundo. Del convento salió la receta a las casas particulares; en los locutorios de los conventos y en toda la ciudad, durante mucho tiempo, no se hablaba más que del exquisito mole de guajolote.
Por desgracia, la monja dominica de Santa Rosa, su creadora, quedó en el anonimato y nunca se escribió la receta original. Si se conocieron los ingredientes y la forma de hacerlo, fue por las criadas del convento que presenciaron su hechura y ellas fueron quienes transmitieron la receta a sus hijas, así por tradición ha llegado hasta nuestros días, con variantes innumerables. Por ejemplo, hay quienes le agregan cacahuates y las semillas de los chiles tostados; hay quien le pone más de un chile que de otro; hay quien no le pone nada que sea dulce, para que resulte exageradamente picante, en fin, hay mil modos de hacer mole, por eso en cada región del país se cocina en forma diferente.