Debemos prestarnos mutua ayuda; la ley de la naturaleza es ésta. Un asno burlóse de ella, y es cosa extraña, porque el asno suele tener buen natural. Iba por el mundo, en compañía de un perro, grave y silencioso, sin pensar en nada, seguidos ambos por el amo común. El amo se durmió, y el jumento púsose a pacer: hallábase en un prado lleno de apetitosa hierba. No había en él cardos, pero resignóse por entonces a esta falta; no hay que ser tan exigente; no porque falte ese plato ha de desdeñarse un banquete. Nuestro borrico supo, al fin y al cabo, prescindir de él.
El perro, muerto de hambre, le dijo:
“Camarada, bájate un poco y tomaré mi almuerzo del cesto de pan.”
No contestó palabra el asno; perder un minuto era para él perder un bocado.
Instó el otro, y al fin respondióle:
“Aguarda, amigo mío, que el amo despierte, y te dará tu ración; ya no puede tardar.”
En esto sale del bosque un lobo y dirígese a ellos: un tercer hambriento. Llama el asno al perro en su socorro; pero el perro no se mueve, y al fin dice:
“Aguarda, amigo mío, que despierte el amo, y entre tanto, echa a correr. Si el lobo te alcanza, rómpele las quijadas de un par de coces: para eso estás recién herrado.”
Mientras el perro así decía, el señor lobo estrangulaba al infeliz borrico. ¿No hubiera valido más auxiliarse el uno al otro? |