Lo dejo suelto y se va por el prado, y acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y agudas… Lo llamo dulcemente “¿Platero?”, y viene a mí con un trotecillo alegre que parece que se ríe en no sé que cascabeleo ideal…
Come cuando le doy. Le gustan las naranjas, mandarinas, las uvas moscateles, todas de ámbar, los higos morados con su cristalina gotita de miel…
Es tierno y mimoso igual que un niño, que una niña…; pero fuerte y seco como una piedra. Cuando paseo con él los domingos, por las últimas callejas del pueblo, los hombres del campo, vestidos de limpio y despaciosos, se quedan mirándolo:
—Tiene acero…
Tiene acero. Acero y plata de luna, al mismo tiempo. |