Recordar la vida en el campo
 
Querida abuela:
 
Ahora que vivo en Culiacán me pongo a pensar en los tiempos en que vivíamos todos juntos allá en el rancho: mis papás, mis tíos, mis hermanos y tú con nosotros, con las casas pegaditas unas junto a otras.
 
Me pongo a pensar que allá en El Aguaje vivíamos más a gusto que aquí en Culiacán. Teníamos tranquilidad, trabajo y comida. Claro que también éramos pequeños y, a esa edad, todo nos parecía más bonito, por feo que fuera. Pero, además de los juegos y de la seguridad de nuestras casas y nuestras personas, recuerdo que comíamos mejor y con menores preocupaciones para conseguir la comida.
 
Comíamos, prácticamente, de todo: gallinas, palomas, liebres, pescados, conejos, cauques, leche, requesón, quesos, asaderas, jocoque, natas, elotes, tomates, calabazas, panes, papayas, cañas, frijoles, garbanzos, tortillas, mangos, plátanos, limones, granadas, naranjas, tamarindos, rábanos, repollos, lechugas, cilantro, carne de cerdo y de vaca; nos hacían aguas frescas con frutas recién cortadas del árbol, o calientes tazas de té sabroso y oloroso con las hojas. Todo se preparaba muy natural y sano.

 

Mi padre sembraba, regaba y cultivaba surcos de vegetales en el solar que estaba junto al nuestro; plantaba árboles frutales atrás de la casa y en la orilla del arroyo cercano. Para regarlos enterró una manguera de plástico duro que bajaba el agua desde el canal lateral y terminaba en las llaves con las que él suministraba el agua necesaria para las plantas y para los quehaceres del hogar. También nos llevaba al monte a matar palomas y conejos con un rifle calibre veintidós. Pero era una jornada completa, pues la caza llevaba aparejada la pesca: en una carreta jalada por un burro, íbamos hasta los diques del canal principal para colocar cuerdas con anzuelos, disparar a las lobinas y mojarras con pistolas de arpón y agarrar ranas en los ríos.
 
Todo eso era, para nosotros, una aventura fascinante; fortalecía los músculos, avivaba el cerebro y nos hacía sentirnos satisfechos de la comida con la que nos alimentábamos, pues la conseguíamos a pulso y con ingenioso y alegre esfuerzo. Igual pasaba con los chicharrones, el chorizo y las carnitas de los puercos que criábamos para comérnoslos sabrosos y olorosos: todo lo hacíamos nosotros y nos sabía mejor. Igual con las plantas de plátanos grandes y chaparras, según el tipo. O con los rábanos, que eran más colorados y enchilosos si los plantábamos nosotros. Entonces, la vida era otra y la disfrutábamos en casas de latas tramadas y enjarradas con lodo endurecido, con techos de palma sostenida por horcones y caballetes del monte de ahí mismo. Hasta iguanas y víboras de cascabel aprendimos a comer.
 
Ahora, en la ciudad, casi toda la comida es empaquetada y congelada, y no sabe igual de sabrosa ni creo que sea igual de nutritiva que la del rancho.
 
En todo eso pensé, cuando me puse a escribirte, y me sentí tan a gusto que tendré que escribirte más seguido para seguir recordando las cosas bonitas que nos pasaban cuando vivíamos juntos allá en el rancho.
 
Hasta luego.