Un día por la mañana
 
Querida abuela:
 
Hace unos días, muy de mañana, yo esperaba al camión que sale al campo agrícola donde trabajo. Cuando llegó un grupo de personas de esas que vienen del sureste de México, en busca de trabajo a los valles de Culiacán. Recuerdo, abuela, que eran como unas tres familias. Las madres traían en sus espaldas a bebés que, a pesar del frío y de traer sus pies descalzos y descubiertos, no mostraban ninguna queja. Al verlos que se acomodaban con bultos y costales de los que asomaban sus ropas desgastadas y percudidas, mangos de cazos y vasijas de aluminio, así como cobijas enrolladas y amarradas con mecates de plástico; sentí compasión y tristeza a la vez, por la miseria que los orilló a venir a trabajar a Sinaloa.
 
Te quiero decir, abuela, que sentí mucho coraje con los que no sabemos respetar a los indígenas, ya que ser ingratos y olvidadizos con ellos es como serlo con nuestros antepasados. Su origen está en los lugares en los que florecieron las culturas prehispánicas más desarrolladas de América y a las que debemos nuestra identidad como país. ¡Qué cosas suceden, abuela! Mira, por una parte reconocemos a nuestras antiguas civilizaciones, vamos por el mundo poniéndolos de ejemplo y hablando con orgullo de su riqueza cultural, pero no damos la mano a quienes el hambre y la necesidad los ha hecho salir de sus pueblos en busca de
mejores condiciones de vida.
 
¿Por qué te digo esto, abuela? Porque cuando llegó el camión estaba casi lleno, algunos alcanzamos a sentarnos, pero estas familias quedaron paradas en el pasillo del camión, "molestando", al parecer, a la gente que estaba sentada cerca de ellos; así lo indicaban con sus gestos de desagrado. Y el rechazo aumentó cuando, al llegar a una de las gasolineras que están por el rumbo, se terminó de llenar el camión. Para entonces, una madre indígena que traía su hijo a sus espaldas, enrollado en su rebozo, se sentó en el piso del pasillo del camión y empezó a amamantarlo; y el cobrador del pasaje, con insultos la levantó y la empujó hasta el fondo del pasillo. Fue tan vergonzosa esa actitud que me llené de ira y de lástima, pero lo peor de todo fue que no hice nada por defenderla.
 
¡Ay!, abuela, yo sé que tú no te hubieras detenido y que lo habrías puesto en su lugar y hasta te lo habrías llevado a la Comisión de Derechos Humanos.
 
Al quedarnos callados, nos convertimos en cómplices. ¿Qué triste que suceda, verdad?
 
Pues te dejo, abuela, con esta reflexión. Hasta pronto.