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La gran piedra
del jardín* |
José Agustín |
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La gran sorpresa en casa de Pascual fue
que su familia salió de vacaciones y
él encontró las llaves del bar. Ya estaban ahí
Ricardo, fumando como loco, Hugo y Óscar:
dos amigos de Pascual y conocidos míos. Tras
los saludos de rigor, Pascual esperó un instante
de silencio para proceder solemnemente con el saqueo. Todos estábamos entusiasmadísimos,
porque aparte de las botellas había varios cartones
de Phillip Morris. Pero Pascual dijo que
no tocáramos los cigarros porque, de saberlo,
su padre se pondría furioso. Eso nos descorazonó
un poco, pero volvimos a entusiasmarnos
cuando Pascual sacó una botella de brandy no
malo porque dice solera. Luego meditó que su
padre se daría cuenta por lo mismo y buscó otra
botella. |
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Un proceso similar aconteció con cuanto frasco tomaba y apuesto que estuvo a punto
de sugerir que mejor compráramos algo si no
hubiésemos protestado. Entonces, no de buena
gana, sacó una de ron. Todos nos servimos
tragos para adulto, pero Pascual hacía trampa:
se servía poco ron, mucho refresco y aun le
echaba agua. Sin embargo, fue el primero en
marearse. Le siguió Ricardo, que había estado
secreteándose con Hugo y Óscar. El canalla se
levantó para decir: |
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—He decidido pelarme de casa, me iré
tan pronto como sea posible. Él —me señaló,
el canalla— está de acuerdo conmigo y piensa
acompañarme. |
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Quise aclarar que era una mentira king
size, pero Pascual gritó: |
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—Perfecto perfecto perfecto, nosotros seremos
tumbas y no diremos nada cuando empiecen
a buscarlos, ¡salud! |
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Todos bebimos. Ricardo dio un saltísimo
para proclamar con entusiasmo: |
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—Nada de eso, el chiste es que seamos
varios, ¿por qué no vienen ustedes también?
Súbito silencio. |
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—Pues... —musitó Pascual. |
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Hugo fingió quedarse pensativo mientras
Óscar balbucía: |
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—Yo, no sé, habría que pensarlo. |
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Interrumpí, juzgando que era el momento
adecuado. |
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—Oye, Ricardo, en la mañana nunca dije
que te acompañaría... —me miró ofendido. |
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—Pero tú... |
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—Dije que no —insistí—, es más, no creo
que hagas nada. |
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—¿Me estás tomando por un rajón? |
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No quise contestar porque lo conozco y sé que
le encanta hacer tango por cualquier asunto. Pascual,
con lucidez insospechada, logró parar todo al decirnos
que aún tenía otra sorpresa. Uy, qué emoción.
Ricardo olvidó toda ofensa, y como chamaquito,
empezó a preguntar cuál sorpresa. Hugo y Óscar
gimoteaban también y nuestro anfitrión, feliz. |
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—Antes que nada, otro chupe —dijo y sirvió
de nuevo. Con toda mi mala leche intervine: |
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—Dame tu vaso, Pascual, estás haciéndote
pato. |
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Quedó sorprendido y aproveché ese instante
para arrebatar el vaso: casi lo llené de ron
y sólo puse un chorrito de refresco. Pascual
quiso protestar. |
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—Oye, nadie está bebiendo así. |
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Me tragué un pero tú sí al decirle que eso
no era cierto y lo invité a probar nuestros vasos,
rematándolo con un pato pascual. Titubeó un
momento, y como seguramente recordó que sus
padres no regresarían en una semana, aceptó la
perspectiva de quedar privado. |
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—La sorpresa —gimió Hugo. |
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—Primero hay que chuparle —insistí,
comprendiendo que también yo comenzaba a
marearme. |
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Automáticamente, todos bebimos, como si
fuera algo sagrado. Hugo y Ricardo, impacientes,
exigieron la sorpresa, amenazando con abrir el
brandy solera. Pascual se levantó sonriendo,
para perderse por el pasillo. Aunque parezca
mentira, nos sentimos desamparados (un poco)
durante su ausencia, y quizá por eso, cuando
regresó apuramos nuestros tragos a guisa de
bienvenida. |
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Pascual venía muy misterioso, con varias
revistas a todas luces gringas dado lo brillante
del papel. Se colocó en el centro del sofá, y
al momento, Hugo y Óscar fueron a su lado.
Me coloqué atrás, junto a Ricardo.
Pascual ya estaba diciendo, pero
sin dejarnos ver las revistas.
—Las encontré
el otro día, mi papá me encerró en la biblioteca, castigado,
como no tenía nada que hacer, revolví todo y así
salieron estas preciosidades. Vean nomás. |
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Abrió una revista al azar. Fiu, silbaron
todos al ver a una muchacha desnuda cubriendo
su sexo con las manos. Como los apretaba con
los brazos, sus senos se veían enormes. Pascual
empezó a volver las hojas con excesiva lentitud,
regodeándose con los desnudos. Hugo, Ricardo
y Óscar estaban en perfecto silencio, sin despegar
los ojos.
—¡Qué emoción; grazna, Pascual! —comenté con la voz demasiado chillona, lo cual me delató: pretendía darme aires de entendido.
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Afortunadamente, ninguno se dio cuenta. Cómo
iban a darse cuenta.Continuaban silenciosos
bebiendo sorbitos y fumando como apaches.
Ante la perspectiva de formar parte del coro de
exclamaciones, me estiré para tomar una revista
e iniciar la ronda a mi manera. Muy interesante
tórax. Perfecta conformación craneana. Etcétera.
Me miraron sorprendidos, mientras yo torcía
mis imaginarios mostachos. |
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—Déjenlo, está loquito —al fin graznó
Pascual. Y entonces ellos iniciaron los mira, uh,
zas, qué bruto, bolas, rájale, guau, mamasota. |
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Al poco rato, Ricardo, mareado del todo,
acabó durmiendo casi sobre Pascual, que seguía atentísimo viendo los cuerazos. Hugo y Óscar,
tras tomar sendas revistas, fueron a los sillones
para gozarlas. Pascual bebía cada vez más rápido,
estaba muy colorado; después se levantó,
siempre con su revista, y se fue por el pasillo.
Supuse que iba a vomitar. Ricardo dormía en el
sofá, con sonoridades aparatosas. Hugo se había
quedado quieto, viendo el vacío, un poco triste.
Óscar dejó su revista, y entre eructos, inconscientemente
se exprimía los barros. Siempre
me ha causado repulsión ver a alguien en esos
menesteres y sobre todo a Óscar: es un barro
andante. |
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Perfectamente aburrido, y aún no ebrio,
me encaminé hacia el baño, para burlarme de
Pascual, a quien esperaba encontrar en pésimas
condiciones. |
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No me molesté en tocar la puerta, para
sorprenderlo. Fue un error: Pascual se hallaba
sentado sobre la taza, haciéndose una, mientras
echaba ardientes miradas a la revista que puso
en el suelo. Se quedó de una pieza al verme y
sólo alcanzó a musitar: |
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—Quihubo. |
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—Quihubo —respondí antes de cerrar la
puerta. Yo también, y no entiendo por qué, me quedé de una pieza. Mi reacción natural debió
haber sido la risa, mas nada de eso. |
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El corazón comenzó a bailotear en mis
adentros, como si presintiera algo. Sin saber
la razón corrí a la cocina y pude ver, con real
pavor, que la estúpida familia de Pascual había
(seguramente) cambiado sus planes y ya estaba
ahí: su padre aprestándose a bajar del coche y
los hermanitos haciendo un escándalo de los
mil demonios. Busqué la manera de esfumarme
de la casa sin que nadie me viese, pero no había
puerta atrás ni cosa por el estilo. Entonces,
temblando como idiota, abrí la ventana y salté
al jardín, donde quedé agazapado, esperando
que entraran los pascualos. Eché pestes un buen
rato porque los canallas no tenían para cuándo,
pero al fin lo hicieron. Más rápido que de prisa salté la barda y no paré de correr hasta
diez cuadras adelante. Me senté en la banqueta,
resoplando, pero muerto de la risa al imaginar
el escándalo que se habría armado en casa de
Pascual. El problema fue que con la carrera acabé
mareadísimo; si llegaba en esas condiciones a
la casa, Humberto me despellejaría. |
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Despertar esta mañana fue una pesadilla:
nunca me había sentido tan mal. Ayer en la
noche corrí con verdadera suerte: Humberto y
Violeta habían salido y mi hermano no se dio
cuenta de nada, por estar viendo la tele. Cené
como cosaco, porque oí decir que con la barriga
llena la cruda es menos. Además, bebí dos alka
seltzers, pero con todo y eso hoy tenía ganas
de quedarme botado todo el día. Humberto
me despertó, y tras desayunar, pidió que lo
acompañara. |
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Tuve que hacer reales prodigios de actuación
para que no se diera cuenta de nada. Antes de salir,
dije que si telefoneaba Ricardo o cualquiera de
ellos, dejaran recado. Me muero de curiosidad
por conocer el desenlace del lío de ayer. |
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Humberto manejó muy silencioso hasta
llegar al consultorio. Lo esperé con el coche y
al poco rato regresó, dije: |
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—Pensé que tardarías más. |
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—No, sólo di unas instrucciones. Hoy
no trabajo. |
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—Suave. Entonces, ¿a dónde vamos? |
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—A comprar cosas. |
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Asentí en silencio cuando él enfilaba por
todo Insurgentes (hacia el norte). Ya está, pensé,
vamos al centro. |
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¿Vamos al centro? —pregunté (estúpidamente). |
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—Sí. |
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—¿Qué vas a comprar? |
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—Ropa para tu hermano. |
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—Y para mí, ¿no? |
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—No necesitas nada, o ¿sí? |
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—Pues ni sé. |
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—Fíjate. |
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—¿Cómo te ha ido con los loquitos, Humberto? |
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—Son enfermos, hijo. |
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—Perdón. |
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—Pues no ha habido nada anormal. ¿Por
qué?, ¿te interesa mi carrera? |
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—Sí, ¿por qué no? |
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—¿Ya te decidiste? |
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—¿Eh? |
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—Que si ya decidiste qué quieres estudiar. |
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—¿No te enojas? |
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—No, ¿por qué? |
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—No me gusta pensar en eso. |
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—Sí, claro, pero todavía falta la prepa.
Dicen que ahí orientan. |
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—Sí, claro. |
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—Ya estoy inscrito y todo, pasado mañana
me dan la credencial, es cosa de tiempo. |
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—Bueno, sí, pero no me gusta que seas
tan, indiferente, digamos, a este asunto; después
de todo, de ahí depende tu futuro. |
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—Me gustaría ser siquiatra, papá. |
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Humberto sonrió, quizá porque comprendía
que eso era falso, por dos razones: a, él es
siquiatra; y b, nunca le digo papá. Claro que no
se enoja, al contrario, fue él quien nos acostumbró a que le dijéramos Humberto y sanseacabó.
Mi madre, al parecer, está muy de acuerdo con
que le digamos Violeta. |
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Fuimos al Puerto de Liverpool. Lo odio.
Compramos camisas y pantalones para mi hermano
y luego regresamos al coche. Humberto
me compró un helado y preguntó si quería que
fuésemos a mi ex escuela, para saludar a los
maestros. Dije que Dios librárame. Sonrió. Es
muy bueno, Humberto, no sé cómo se las arregla
con sus pacientes (algunos son bien canallitas;
bueno, eso cuenta el doctor Quinto, compañero
de mi padre). |
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Pareció adivinar lo que pensaba.
—Tu mamá encontró una cajetilla de cigarrillos
en uno de tus sacos. |
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Preferí no contestar haciéndome tonto,
pero Humberto reforzó el ataque. |
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—Además, cada vez que se entra en tu cuarto,
apesta a cigarro. ¿Te gusta mucho fumar? |
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—No es eso es que... |
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Silencio de nuevo: soy un tarado. |
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—¿Qué? —insistió. |
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—No sé. |
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—¿Cómo que no sabes? |
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Para entonces, Humberto me estaba cayendo
de la patada: no por regañarme, sino
por hacerme titubear. Siempre es lo mismo.
Estuve a punto de gruñir que adoro el cigarruco,
que fumo catorce cajetillas diarias cuando
no le entro a la mariguana como desorbitado,
pero consideré que era violentar demasiado el
asunto. Guardé mi ridículo silencio, y después,
Humberto empezó a reír suavemente. |
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—Mucho temperamento para tan poco
asunto, hijo. |
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—¿Cómo? |
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—Que no te apechugues por eso, yo también
fumaba a tu edad, no estaba regañándote.
¿Qué marca fumas? |
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Sin darme cuenta, yo estaba sonriendo
también. No sé, se me fueron los pies, lo imaginé
mi cómplice, creí que nos detendríamos
en una tabaquería para comprar un cartón de
cigarros. Para mí. Cínicamente, musité ráleigh.
Humberto frunció el entrecejo al comentar: |
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—Son caros, ¿eh? —y después, brutalmente—,
lástima que así sea; estoy dispuesto a darte un
castigo preciosito si llego a enterarme de que
fumas sin ganar dinero para cigarros. |
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Me transó, pensé, tendré que conseguir chamba; linda forma tiene Humberto para pescarme.
A pesar de mi disgusto, sentí algo simpático
por Humberto. En forma parecida me ha hecho
confesar cosas que de otra manera no saldrían de
mi bocota. De regreso, este asunto, y el hecho
de no tener más cigarros, me exasperó bastante.
Durante un rato estuve merodeando por la casa,
buscando algún cigarro. La maldita discusión con
Humberto me despertó vivos deseos de fumar.
Por fin logré robar dos cigarros de una cajetilla
olvidada por Violeta en la cocina. |
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Entonces vine a mi parte predilecta del
jardín. |
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La gran piedra se siente fresca. Humberto,
aunque siquiatra, está loquísimo. Mandó traer
esta enorme roca desde Nosedónde hasta el jardín,
que si bien se observa, no es grande. Me cayó
de perlas: puedo venir a fumar y todavía nadie me ha descubierto. Por eso, hace un momento
encendí un cigarro dejándome posesionar por
esta sensación tan chistosa. Siento algo en el
estómago y me empiezo a poner tristón. No
lo puedo explicar. Quedo sentado en el pasto, recargándome en la piedra, tomo manojos de
hierba y los huelo. |
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A veces deseo sollozar como
idiota.
Veo el muro que da a la calle y llevo el cigarro hasta mis labios. Sonrío al advertir que
estoy fumando como Ricardo. No he telefoneado.
A la mejor los padres de Pascual llevaron el
chisme a su casa y ahora sí debe tener un buen
motivo para fugarse. Estaba borrachísimo. |
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Pero
estoy seguro de que vendrá a verme, puede ser
que hasta haya logrado convencer a los demás.
Pero si algún día debo irme no será con ellos,
aunque Ricardo me siguiera como sombra durante
siglos, tratando de convencerme. No lo
logrará, estoy seguro. Cuando le diga algo que le sea
imposible contestar, sólo dirá ah y estará desarmado.
Prácticamente, está desarmado. Digo, yo también. |
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Ni siquiera sé qué deseo estudiar. Humberto
anda muy misterioso con todo ese asunto. Algo
trama, seguramente. Por supuesto, desearía que
yo estudiara medicina, o sicología de perdida.
Quizá yo mismo lo deseo. Quizás Humberto me
está sicoanalizando, pero conmigo será difícil.
Claro que soy un poco anormal, o un mucho, a
la mejor; pero no me interesa gran cosa. Supongo
que a Humberto sí debe importarle: digo, es su
profesión y soy su hijo. |
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Al menos, se divierte
observándome (¿estudiándome?). Pero se niega
a hacerlo a fondo. Le pedí que me hipnotizara
y no quiso, sólo contó sus experiencias en el
extranjero, en todos esos lugares tan suaves donde
estudió antes de venir a montar su loquera
aquí. Algún día también recorreré esos lugares
y estudiaré algo interesante, pase lo que pase.
Entonces sí saldré, pero nunca con Ricardo o
con Pascual, con ellos no llegaría más lejos de
Toluca. Estoy loco. Ya encendí otro cigarro y
con el día tan claro pueden ver el humo que
sale tras la piedra; entonces, vendrá Humberto
furioso, porque hace apenas una hora que me
dijo todo. Al diablo, sé que el asunto no pasaría
de, no pasaría de que Humberto, estoy tarado,
debe ser por la cruda, nunca me ha visto fumar y no tiene por qué hacerlo ahora. Ya está; otra
vez. Es una especie de airecito en el estómago;
ahora, escalofríos. Cierro los ojos y empiezo a
sentirlos húmedos y sacudo la cabeza y aprieto
el puño y muerdo mis labios y me dan ganas de
gritar o de quedarme aquí tirado toda la vida. |
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* Agustín, José, “La gran piedra del jardín”, en Atrapados en la Escuela,
Selector, México,1994. |
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