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Réquiem con tostadas* |
Mario Benedetti |
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Sí, me llamo Eduardo. Usted me lo pregunta
para entrar de algún modo en conversación,
y eso puedo entenderlo. Pero usted hace
mucho que me conoce, aunque de lejos. Como
yo lo conozco a usted. Desde la época en que
empezó a encontrarse con mi madre en el café
de Larrañaga y Rivera, o en éste mismo. No crea
que los espiaba. Nada de eso. Usted a lo mejor
lo piensa, pero es porque no sabe toda la historia.
¿O acaso mamá se la contó? Hace tiempo
que yo tenía ganas de hablar con usted, pero
no me atrevía. Así que, después de todo, le agradezco
que me haya ganado de mano. ¿Y sabe por qué
tenía ganas de hablar con usted? Porque tengo
la impresión de que usted es un buen tipo. Y
mamá también era buena gente. No hablábamos mucho ella y yo. En casa, o reinaba el silencio, o tenía la palabra mi padre. Pero el Viejo
hablaba casi exclusivamente cuando venía
borracho, o sea casi todas las noches, y entonces
más bien gritaba. Los tres le teníamos miedo:
mamá, mi hermanita Mirta y yo. Ahora
tengo trece años y medio, y aprendí muchas
cosas, entre otras que los tipos que gritan y
castigan e insultan, son en el fondo unos pobres
diablos. Pero entonces yo era mucho más chico
y no lo sabía. |
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Mirta no lo sabe ni siquiera ahora,
pero ella es tres años menor
que yo, y sé que a veces en
la noche se despierta llorando.
Es el miedo.
¿Usted alguna vez tuvo
miedo? A Mirta siempre
le parece que el Viejo va a aparecer
borracho, y que
se va a quitar el cinturón
para pegarle. |
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Todavía no se ha acostumbrado
a la nueva situación.
Yo, en cambio, he tratado de acostumbrarme.
Usted apareció hace un año y medio,
pero el Viejo se emborrachaba desde hace
mucho más, y no bien agarró ese vicio nos empezó
a pegar a los tres. A Mirta y a mí nos daba
con el cinto, duele bastante, pero a mamá le
pegaba con el puño cerrado. Porque sí nomás,
sin mayor motivo: porque la sopa estaba demasiado
caliente, o porque estaba demasiado fría,
o porque no lo había esperado despierta hasta
las tres de la madrugada, o porque tenía los ojos
hinchados de tanto llorar. Después, con el tiempo,
mamá dejó de llorar. Yo no sé cómo hacía,
pero cuando él le pegaba, ella ni siquiera se mordía
los labios, y no lloraba, y eso al Viejo le
daba todavía más rabia. Ella era consciente de
eso, y sin embargo prefería no llorar. Usted
conoció a mamá cuando ella ya había aguantado
y sufrido mucho, pero sólo cuatro años antes
(me acuerdo perfectamente) todavía era muy
linda y tenía buenos colores. Además era una mujer fuerte. Algunas noches, cuando por fin
el Viejo caía estrepitosamente y de inmediato
empezaba a roncar, entre ella y yo lo levantábamos
y lo llevábamos hasta la cama. Era pesadísimo,
y además aquello era como levantar un
muerto. |
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La que hacía casi toda la fuerza era ella.
Yo apenas si me encargaba de sostener una pierna,
con el pantalón todo embarrado y el zapato
marrón con los cordones sueltos. Usted seguramente
creerá que el Viejo toda la vida fue
un bruto. Pero no. A papá lo destruyó una porquería
que le hicieron. Y se la hizo precisamente
un primo de mamá, ese que trabaja en el
Municipio. Yo no supe nunca en qué consistió
la porquería, pero mamá disculpaba en cierto
modo los arranques del Viejo porque ella se
sentía un poco responsable de que alguien de
su propia familia lo hubiera perjudicado en
aquella forma. No supe nunca qué clase de porquería
le hizo, pero la verdad era que papá, cada
vez que se emborrachaba, se lo reprochaba como
si ella fuese la única culpable. Antes de la porquería,
nosotros vivíamos muy bien. No en
cuanto a plata, porque tanto yo como mi hermana nacimos en el mismo apartamento (casi
un conventillo) junto a Villa Dolores, el sueldo
de papá nunca alcanzó para nada, y mamá siempre tuvo que hacer milagros para darnos de comer
y comprarnos de vez en cuando alguna
tricota o algún par de alpargatas. Hubo muchos
días en que pasamos hambre (si viera qué feo
es pasar hambre), pero en esa época por lo menos
había paz. El Viejo no se emborrachaba, ni
nos pegaba, y a veces hasta nos llevaba a la matinée. |
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Algún raro domingo en que había plata.
Yo creo que ellos nunca se quisieron demasiado.
Eran muy distintos. Aun antes de la porquería,
cuando papá todavía no tomaba, ya era un tipo
bastante alunado. A veces se levantaba al mediodía
y no le hablaba a nadie, pero por lo menos
no nos pegaba ni insultaba a mamá. Ojalá
hubiera seguido así toda la vida. Claro que después
vino la porquería y él se derrumbó, y empezó
a ir al boliche y a llegar siempre después
de medianoche, con un olor a grapa que apestaba.
En los últimos tiempos todavía era peor,
porque también se emborrachaba de día y ni
siquiera nos dejaba ese respiro. Estoy seguro de
que los vecinos escuchaban todos los gritos,
pero nadie decía nada, claro, porque papá es un
hombre grandote y le tenían miedo. También
yo le tenía miedo, no sólo por mí y por Mirta,
sino especialmente por mamá. A veces yo no iba a la escuela, no para hacer la rabona, sino
para quedarme rondando la casa, ya que siempre
temía que el Viejo llegara durante el día, más borracho que de costumbre, y la moliera a
golpes. |
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Yo no la podía defender, usted ve lo
flaco y menudo que soy, y todavía entonces lo
era más, pero quería estar cerca para avisar a la
policía. ¿Usted se enteró de que ni papá ni mamá
eran de ese ambiente? Mis abuelos de uno y
otro lado, no diré que tienen plata, pero por lo
menos viven en lugares decentes, con balcones
a la calle y cuartos de baño con bide y bañera.
Después que pasó todo, Mirta se fue a vivir con
mi abuela Juana, la madre de papá, y yo estoy
por ahora en casa de mi abuela Blanca, la madre
de mamá. Ahora casi se pelearon por recogernos,
pero cuando papá y mamá se casaron, ellas se
habían opuesto a ese matrimonio (ahora pienso
que a lo mejor tenían razón) y cortaron las relaciones
con nosotros. |
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Digo
nosotros, porque papá
y mamá se casaron
cuando yo ya tenía
seis meses. Eso
me lo contaron
una vez en la escuela, y yo le reventé la nariz al Beto,
pero cuando se lo pregunté a mamá, ella me
dijo que era cierto. Bueno, yo tenía ganas de
hablar con usted, porque (no sé qué cara va a
poner) usted fue importante para mí, sencillamente
porque fue importante para mamá. Yo
la quise bastante, como es natural, pero creo
que nunca pude decírselo. |
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Teníamos siempre
tanto miedo, que no nos quedaba tiempo para
mimos. Sin embargo, cuando ella no me veía,
yo la miraba y sentía no sé qué, algo así como
una emoción que no era lástima, sino una mezcla
de cariño y también de rabia por verla todavía
joven y tan acabada, tan agobiada por una
culpa que no era la suya, y por un castigo que
no se merecía. Usted a lo mejor se dio cuenta,
pero yo le aseguro que mi madre era inteligente,
por cierto bastante más que mi padre, creo,
y eso era para mí lo peor: saber que ella veía esa
vida horrible con los ojos bien abiertos, porque
ni la miseria, ni los golpes, ni siquiera el hambre,
consiguieron nunca embrutecerla. |
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La ponían
triste, eso sí. A veces se le formaban unas
ojeras casi azules, pero se enojaba cuando yo le
preguntaba si le pasaba algo. En realidad, se hacía
la enojada. Nunca la vi realmente mala conmigo. Ni con nadie. Pero antes de que usted apareciera,
yo había notado que cada vez estaba más
deprimida, más apagada, más sola. Tal vez fue
por eso que pude notar mejor la diferencia.
Además, una noche llegó un poco tarde (aunque
siempre mucho antes que papá) y me miró de
una manera distinta, tan distinta que yo me di
cuenta de que algo sucedía. |
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Como si por primera
vez se enterara de que yo era capaz de
comprenderla. Me abrazó fuerte, como con vergüenza,
y después me sonrió. ¿Usted se acuerda
de su sonrisa? Yo sí me acuerdo. A mí me preocupó
tanto ese cambio, que falté dos o tres
veces al trabajo (en los últimos tiempos hacía
el reparto de un almacén) para seguirla y saber
de qué se trataba. Fue entonces que los vi. A
usted y a ella. Yo también me quedé contento. |
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La gente puede pensar que soy un desalmado,
y quizá no esté bien eso de haberme alegrado
porque mi madre engañaba a mi padre. Puede
pensarlo. Por eso nunca lo digo. Con usted es
distinto. Usted la quería. Y eso para mí fue algo
así como una suerte. Porque ella se merecía que
la quisieran. Usted la quería, ¿verdad que sí? Yo
los vi muchas veces y estoy casi seguro. Claro
que al Viejo también trato de comprenderlo. |
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Es difícil, pero trato. Nunca lo pude odiar, ¿me
entiende? Será porque, pese a lo que hizo, sigue
siendo mi padre. Cuando nos pegaba, a Mirta
y a mí, o cuando arremetía contra mamá, en
medio de mi terror yo sentía lástima. Lástima
por él, por ella, por Mirta, por mí. También la
siento ahora, que él ha matado a mamá y quién
sabe por cuánto tiempo estará preso. Al principio,
no quería que yo fuese, pero hace por lo
menos un mes que voy a visitarlo a Miguelete
y acepta verme. Me resulta extraño verlo al natural,
quiero decir sin encontrarlo borracho.
Me mira, y la mayoría de las veces no me dice
nada. Yo creo que cuando salga, ya no me va a
pegar. |
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Además, yo seré un hombre, a lo mejor
me habré casado y hasta tendré hijos. Pero yo
a mis hijos no les pegaré, ¿no le parece? Además
estoy seguro de que papá no habría hecho lo
que hizo si no hubiese estado tan borracho. ¿O
usted cree lo contrario? ¿Usted cree que, de
todos modos, hubiera matado a mamá esa tarde
en que, por seguirme y castigarme a mí, dio
finalmente con ustedes dos? No me parece. Fíjese
que a usted no le hizo nada. Sólo más tarde,
cuando tomó más grapa que de costumbre,
fue que arremetió contra mamá. Yo pienso que,
en otras condiciones, él habría comprendido que mamá necesitaba cariño, necesitaba simpatía,
y que él en cambio sólo le había dado golpes.
Porque mamá era buena. |
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Usted debe saberlo
tan bien como yo. Por eso, hace un rato,
cuando usted se me acercó y me invitó a tomar
un capuchino con tostadas, aquí en el mismo
café donde se citaba con ella, yo sentía que
tenía que contarle todo esto. A lo mejor usted
no lo sabía, o sólo sabía una parte, porque mamá
era muy callada y sobre todo no le gustaba hablar
de sí misma. Ahora estoy seguro de que hice
bien. Porque usted está llorando, y, ya que mamá
está muerta, eso es algo así como un premio para
ella, que no lloraba nunca. |
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* Benedetti, Mario. “Réquiem con tostadas”, en Cuentos Completos,
Alfaguara, México, 1996. |
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