Secreto a voces* |
Mónica Lavín |
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Seguramente alguien ya lo había leído.
Irene no lo encontró en su mochila, donde
a veces lo traía con el temor de que en casa su
hermano lo abriera. El diario no tenía llave, así
es que lo sujetaba con una liga a la que colocaba
una pluma —del plumero—
con la curva
hacia el lomo de la
libreta. De esa manera,
cualquier cambio en la
colocación de la pluma,
delataba una intromisión.
Nunca pensó que
en la escuela alguien
se atrevería a sacarlo
de su mochila. |
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Se acordó de la tía Beatriz con rabia.
Cómo se le había ocurrido regalárselo. “A mí
me dieron un diario a los quince años, así es
que decidí hacer lo mismo contigo.” Deseó no
haber tenido nunca ese libro de tapas de piel
roja. Ahora estaba circulando por el salón, quién
sabe por cuántas manos, por cuántos ojos. Miró
de soslayo, sin atreverse a un franco recorrido
de las caras de sus compañeros que resolvían
los problemas de trigonometría. Temía toparse
con alguna mirada burlona, poseedora de sus
pensamientos escondidos. |
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Repasó las numerosas páginas donde estaba
escrito cuánto le gustaba Germán, cómo
le parecían graciosos esos ojos color miel en su
cara pecosa y cómo se le antojaba que la sacara a
bailar en las fiestas del grupo. Más lo pensaba y
se ponía colorada. Menos mal que había notado
la pérdida en la última clase del día. No podría
haber resistido el recreo, ni las largas horas de
clases de la mitad de la mañana, sabiéndose entre
los labios de todos y que su amor por Germán
era un secreto a voces. |
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Justo el día anterior, Germán se había
sentado junto a ella a la hora de la biblioteca.
Debían hacer un resumen de un cuento leído la semana anterior. Como no se podía hablar,
Germán le pasó un papelito pidiendo ayuda.
“SOS, yo analfabeta.” Con dibujitos y flechas,
Irene le contó la historia que Germán a duras
penas entendía y se empezaron a reír. La maestra
se acercó al lugar del ruido y atrapó el papelito
cuando Germán lo arrugaba de prisa entre sus
manos. La salida de la hora de biblioteca les
valió una primera plática extra escolar y dos
puntos menos en lengua y literatura. |
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Todo eso había escrito Irene en su libreta
roja el miércoles 23 de abril, mencionando
también qué bien se le veía el mechón de pelo
castaño sobre la frente y cómo era su sonrisa
mientras le pedía disculpas y le invitaba un
helado, el viernes por la tarde, como desagravio.
Los mismos latidos agitados de su corazón
al darle el teléfono, estaban consignados en esa última página plagada de
corazones con una G
y una I que ahora,
todos, incluso el
mismo Germán,
conocían. |
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Al sonar la campana, abandonó
deprisa el salón, y hasta fue grosera
con Marisa.
—¿Qué te pasa?, parece
que te picó algo.
—Me siento mal —
contestó sin mirarla siquiera
y preparando su ausencia
del día siguiente.
En la casa, por la tarde,
recordó ese menjurje que
le dieron una vez para que
devolviera el estómago.
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Agua mineral,
un pan muy tostado y sal; todo en la licuadora.
Cuando llegó su madre del trabajo, la encontró
inclinada sobre el excusado y con la palidez de
quien ha echado fuera los intestinos. |
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Pasó la mañana del viernes en pijama, intentando
leer El licenciado Vidriera que era tarea
para el mes siguiente pero decidiéndose por Los
crímenes de la calle Morgue, pues al fin y al cabo
no pensaba volver más a esa secundaria. Poco
se pudo concentrar, pensando en las líneas de
su libreta que ahora eran del dominio público
y planeando la manera de argumentar en su
casa un cambio de escuela. Era tal su voluntad de olvidarse del salón de clases, que ni siquiera
reparó en que era viernes y que había quedado
con Germán de tomar un helado hasta que sonó
el teléfono. |
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—Te llama un compañero, Irene —gritó
su madre. |
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No pudo negarse a contestar, habría tenido
que dar una explicación a su madre, así es que se
deslizó con pesadez hasta el teléfono del pasillo. |
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—Lo tengo —gritó para que su madre
colgara. |
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—Bueno. |
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—Hola, soy Germán. ¿Qué te pasó? |
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—Me enfermé del estómago. |
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—¿Y todavía te animas al helado? —se le
oyó con cierto temor. |
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Irene se quedó callada buscando una respuesta
tajante. |
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—No, no me siento bien. |
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—Entonces voy a visitarte —dijo decidido—,
así te llevo el tema de la investigación de
biología. Nos tocó juntos. |
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No tuvo más remedio que darle su dirección,
bañarse a toda prisa y vestirse. Esa intempestiva
voluntad de Germán por verla era un
clara prueba de que la sabía suspirando por él. |
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Ahora tendría que ser fría, desmentir aquellas
confesiones escritas en el diario como si fueran
de otra. |
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Germán llegó puntual y con una cajita de
helado de limón pues “era bueno para el dolor
de estómago”. Irene se empeñó en estar seca,
distante y sin mucho entusiasmo por el trabajo
que harían juntos. La cara de Germán fue perdiendo
la sonrisa que a ella tanto le gustaba. |
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Antes de despedirse, y con el ánimo notoriamente
disminuido después de la efusiva
llegada con el helado de limón, Germán le pidió
el temario para los exámenes finales pues él lo
había perdido. Irene subió a la recámara y hurgó
sin mucho éxito por los cajones del escritorio y
en su mochila. Se acordó de pronto que apenas el
jueves había cambiado todo a la mochila nueva. |
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Dentro del clóset oscuro, metió la mano en la
mochila vieja y se topó con algo duro. Lo sacó
despacio, era el diario de las tapas rojas con la
curva de la pluma hacia el lomo. |
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Bajó de prisa las escaleras. |
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—Lo encontré —dijo aliviada—, pero el
temario no. |
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Germán la miró sin entender nada. |
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—Es que ya no iba a volver a la escuela
—explicó turbiamente—. ¿Quieres helado? |
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—Ya me iba —contestó Germán, aún dolido. |
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—No, todo ha sido un malentendido. No
te puedo explicar, pero quédate, por favor —intentó
Irene. |
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—Está bien —contestó Germán con esa
sonrisa que a ella tanto le gustaba y el mechón
castaño sobre la frente, sin saber que esa tarde
quedaría escrita en un libro de tapas rojas. |
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* Lavín, Mónica. “Secreto a voces”, en Atrapados en la escuela, Selector,
México, 1994. |
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