
Te llamaré María, como mi abuela. Me gusta
ese nombre porque viene de mar y el mar es la madre de todo, es el origen
de la vida. Así se llamaba la viejita. ¿Si vieras cuánta
ilusión tenía ella de conocerte y de cargarte en sus brazos?
Una tarde, poco antes de que tú nacieras, sentada en ese mismo
sillón tejía esta chambrita de color paja que ahora llevas:
—Dos derechos, un revés, dos derechos, un revés. Repetía
la cantaleta en voz lo suficientemente alta para que yo pudiese oír
la instrucción: —A ver si así aprendes, que ya es
tiempo de que sepas las labores de las mujeres. Las muchachas de ahora,
como tú, ya no saben otra cosa más que de bailes.

En eso levantó la vista, detuvo el tejido y me
dijo:
—Si tienes una niña, no le pongas un nombre raro de esos
que acostumbran tan difíciles de decir y peor para escribirse,
ya ves mi hija cómo batallo yo para poder escribir el nombre ése
que te puso tu padre, Xóchitl, que dizque quiere decir “Flor”
en el idioma de los aztecas.
Con un dedo levantado, trazó en el aire grandes letras imaginarias:
equis, e, che, u, te, ele, para formar la palabra Xóchitl.
…no
sabía leer y se lo dije: Yo no sé leer. ¡Ah! pues
si quiere yo le enseño, me contestó.
—Pero no es culpa de tu padre, ya sé, eso
es lo que me vas a decir, es de tu abuelo que le dio por leerse todos
esos libros sobre los indios que vivieron hace mucho tiempo. Tantas veces
me leyó esos libros mi viejo que hasta me aprendí los nombres
y las historias. Él fue quien les inculcó a sus hijos esos
cuentos. Aunque no son cuentos, son hechos de la historia de los que casi
nadie recuerda, eso decía mi viejo, que no se acuerda la gente
porque le da vergüenza reconocerse como india, le da vergüenza
su color de piel.
En eso, dos lágrimas le comenzaron a escurrir por los cachetes,
porque has de ver que siempre que se acordaba del abuelo, como que se
le llenaban los ojos de agüita.
—Ya ve abuelita, ya se puso triste.
—No, cómo crees, si me lloran los ojos es porque ya me cansé
de la tejedera.
Te digo que ella se enjugó las lágrimas con el delantal
mientras suspiraba profundo y entonces los recuerdos le fueron brotando,
poco a poco primero y luego con la misma fuerza de un río que va
creciendo después de las lluvias:
—Cuántas cosas han pasado desde que conocí a tu abuelo
allá en el pueblo de Carichí. Yo lo miraba pasar todas las
tardes por la placita, muy limpio y atildado, siempre como recién
peinado y con un libro en la mano; igual que todos, pero a la vez tan
diferente a los muchachos del pueblo. Ha de ser maestro, me decía
yo. Pero no, las maestras del pueblo eran bien conocidas y nadie sabía
que hubiera llegado otro. Luego supe que era peón del “Rancho
de Enmedio”, pero créeme, no parecía peón.
Un día me fijé que cruzaba la plaza rumbo a la tienda de
los Chavira
y fui como que iba a preguntar por unas telas, me le acerqué y
le dije: ¡Oiga! ¿De qué es ese libro que siempre anda
cargando? Es de Historia de México, me contestó y me lo
puso en las manos, era un libro verde, muy viejo, pero yo como si nada,
no sabía leer y se lo dije: Yo no sé leer. ¡Ah! pues
si quiere yo le enseño, me contestó.
A partir del día siguiente, nos veíamos
dos o tres veces por semana en la tienda y ahí, sobre el mostrador,
me iba enseñando las letras. Primeritito aprendí a escribir
mi nombre, María, y luego el nombre de él, Pedro. Pedro,
le decía yo, pero cómo sabe usted. Porque él todo
el tiempo me contaba hechos de la Historia de México. Y sí,
Pedro sabía mucho porque era muy leído, en cambio yo, aprendí
muy poquito.
Pues ahí tienes que de tanto y tanto que nos veíamos, un
día me dijo Pedro: Mariquita, yo la quiero a usted.
¿Quiere irse conmigo? No la pensé ni dos segundos y le dije
que sí, era lo que yo estaba esperando. Esa misma noche, me fui
con él y al día siguiente nomás fui por mi ropa.
¿Te asombra? Así se estilaba antes m’hija, éramos
tan pobres que no había para la iglesia, el vestido y todo eso.
¿Pero qué importa, si duramos juntos toda la vida?
Al año nació m’hijo Cuauhtémoc y dos años
después Moctezuma, tu papá. Pedro quiso que así se
llamaran y pos ni modo. El padrecito de la parroquia rezongaba cuando
los llevamos a bautizar, que porque no eran nombres de santos cristianos,
y mi viejo nomás le decía: Pos si no quiere me lo llevo
y que se quede así de gentil, que al cabo ni falta le hace esa
agua. Él no creía, nunca creyó en los curas. Si Juárez
viviera, decía, los pondría en su lugar.
lo
que había aprendido con tu abuelo era muy poquito y yo quería
saber más
Un día, Pedro quiso que nos viniéramos a
la ciudad y nos trepamos los cuatro sobre los troncos de un camión
trocero. No se me olvida la visión que tuve cuando llegamos, ya
era de noche y de lejos la ciudad parecía como un lago de puras
luces.
Pedro en esa época entró a trabajar a la embotelladora de
refrescos, pero como él todo el tiempo con sus palabras defendía
los derechos
de los pobres, de los obreros y de los campesinos, por algo había
leído tanto, terminó haciéndose del sindicato cuando
la huelga aquélla y se los cargaron m‘ hija. Ya tenían
como 60 días en huelga cuando llegó
el ejército y
a unos los golpearon y a otros los arrestaron. En la balacera, dicen,
hubo varios muertos.
A mi Pedro se lo llevaron a la penitenciaría. ¡Qué
momentos tan tristes! ¡Ojalá que a ti nunca te pase que uno
de tus seres queridos está preso, por ningún motivo! A ellos
los acusaban que dizque del delito de disolución social y asociación
delictuosa, y no se cuántas cosas más que no eran ciertas.
Lo bueno de eso es que conocimos a mucha gente que nos ayudó,
los abogados que defendieron a los trabajadores y a compañeros
y compañeras que todo el tiempo estuvieron con nosotros.
La mujeres nos íbamos a vender gorditas y tacos a la Plaza del
Cartero, la que está frente a la penitenciaria, y así la
íbamos sacando, lavando y planchando ajeno, porque pos con los
viejos en la cárcel
de algo teníamos que vivir y darles de comer a los chamacos.
Seis meses después salieron, entonces tomamos la decisión,
ya organizados, de venirnos a invadir estos terrenos y levantar aquí
nuestras casas. Trabajábamos muy duro m’hija, tu abuelo llegaba
por las tardes y luego de comer algo, se ponía junto con los chiquillos
a fabricar los ladrillos de cemento, a levantar paredes, a aplanar el
piso
y todo lo que fuera saliendo. Los domingos nos íbamos todos a las
asambleas para tomar acuerdos y formar las comisiones, que si la luz,
que el agua, el drenaje, la escuela para los niños, las canchas
para
los jóvenes, nunca faltaba qué hacer.
En una de esas asambleas llegaron los estudiantes de la Universidad
y nos preguntaron que quiénes no habíamos terminado la primaria
y yo levanté la mano.
cuando
llegamos, ya era de noche y de lejos la ciudad parecía como un
lago de puras luces.
La verdad m’ hija es que lo que había aprendido
con tu abuelo era muy poquito y yo quería saber más, así
fue que me metí a la escuela para adultos. Cuando me pidieron que
escribiera los nombres de mis hijos, pos no pude, por lo difíciles
que estaban. Me costó mucho trabajo aprender a escribirlos y me
costó más terminar la primaria.
Pero de eso m’ hija es de lo que me siento más orgullosa.
Imagínate cómo me sentía porque ya podía leer
los libros de tu abuelo
y enterarme por mi misma de quién era ese Cuauhtémoc o el
tal Moctezuma, y lo más importante: ponerle el ejemplo a los chamacos
para que le echaran ganas al estudio, porque, finalmente, uno de pobre,
lo único que les puede dejar es el estudio.
A los pocos días murió la viejita. Una madrugada se levantó
sin hacer ruido y se acomodó en este sillón que era su favorito.
…pero
como él todo el tiempo con sus palabras defendía los derechos
de los pobres, de los obreros y de los campesinos, por algo había
leído tanto.
Le gustaba levantarse antes de que saliera el sol, sentarse
aquí
y saludar a las vecinas que para esas horas empiezan a pasar rumbo a la
parada de la ruta de la maquila. Decía ella que porque de esta
ventana se ve muy bien el amanecer, pero esa vez no alcanzó, se
quedó quietecita, con el libro verde en el regazo. No sufrió,
simplemente su corazón dejó de latir. La venimos a encontrar
en
la mañana, tan serena, el cabello trenzado, blanquísimo,
cayéndole sobre el hombro.

Ahora que por fin te tengo en mis brazos,
mi niña, y veo en tu rostro moreno los mismos ojos rasgados de
la viejita y el mismo gesto inteligente del abuelo Pedro, cuando algo
le despertaba la curiosidad, tomo en mis manos tus manitas que parecen
dos pichoncitos color canela y más me convenzo de nombrarte María,
como mi abuela. |