Después nunca me volvió a hacer nada. Nunca
más, se hizo el sordo a todas las cosas que le pasaron como chiflonazos.
A la ardilla le quitó la carne. En la Mixtequilla se come. Se le
echa sal, pimienta y ajo, y vinagre o limón, se abre el animal
de patas y se mete en una estaquita para que con el calor se vaya dorando
al fuego. La ardilla sabe retesabrosa, sabe a ardilla y es muy buena.
Mi papá dejó a la ardilla en el puro cuero, la abrió
para estirarla con el sol, le echó cal y cuando estuvo seca le
cosió las patitas, las manitas, con un palo la rellenó y
vino
y me la dio.
—¿Por, qué está dura, papá?
—Por el relleno.
—Pero ¿con qué la rellenaste, con tierra?
—No, con aserrín.
—¿Y qué cosa es aserrín?
—¡Ay Jesusa,confórmate, juega con ella!
Y ya jugaba con el animal ése; me tapaba mi rebozo y me cargaba
mi muñeca aunque mis manos rebotaban de lo dura que se sentía.
Como mi papá no tenía medio de comprarme nada, mis juguetes
eran unas piedras, una flecha, una honda para aventar pedradas y canicas
que él mismo pulía. Buscaba mi papá una piedra que
fuera gruesa, dura, una piedra azul, y con ella redondeaba y limaba otras
piedritas porosas y salían las piedritas a puro talle y talle.
Los trompos de palo me los sacaba de un árbol que se llamaba pochote
y ese pochote tiene muchas chichitas.
Escogía las más grandes para hacerme las pirinolas y nomás
les daba yo una vuelta y bailaban. Y mientras giraban yo fantaseaba, pensaba
no sé qué cosas que ya se me olvidaron o me ponía
a cantar. Bueno, cantar cantar, no, pero sí me salían unas
como tonaditas para acompañar a
las pirinolas.
Imagínate cómo me
sentía porque ya podía leer los libros
Como no tenía pensamientos,
jugaba con la tierra, me gustaba harto tentarla, porque a los cinco años
todavía vemos la tierra blanca.
Nuestro Señor hizo toda su creación blanca a su imagen y
semejanza, y se ha ido ennegreciendo con los años por el uso y
la maldad. Por eso los niños chiquitos juegan con la tierra, porque
la ven muy bonita, blanca, y a medida que crecen el demonio se va apoderando
de ellos, de sus pensamientos
y les va transformando las cosas ensuciándolas, cambiándoles
el color, encharcándoselas.
Yo era muy hombrada y siempre me gustó jugar a la guerra, a las
pedradas, a la rayuela, al trompo, a las canicas, a la lucha, a las patadas,
a puras cosas de hombres, puro matar lagartijas a piedrazos, puro reventar
iguanas contra las rocas.
Agujerábamos un carrizo largo y con esa cerbatana cazábamos:
no me dolía matar a esos animalitos, ¿por qué? Todos
nos hemos de morir tarde o temprano. No entiendo cómo era yo de
chica. Tampoco dejaba que los pollitos empollaran sus huevos: iba y les
bajaba los nidos y luego vendía huevitos, por fichas de plato,
tepalcates de barro rotos, pedacitos de colores que eran los reales y
los medios, las cuartillas, las pesetas y los tlacos, porque esas monedas
se usaban entonces.
Luego hacía una lumbrada y tatemaba las iguanas chiquitas y ya
que tronaban, con un cuchillo les raspaba la cáscara, las abría
les sacaba las tripas, les ponía dizque sal y llamaba yo a los
muchachos: “¡A comer! ¡A comer! ¡Éjele!
¡Siéntense muchachos que ahorita les sirvo! ¡Éjele!
¿pues cómo se van a quedar con hambre? ¡No faltaba
más! Pa' luego es tarde… Ellos, ¿pues cómo
se iban a comer esa cochinada?
–¡Eso no se vale!
–¡Éjele! ¡Éjele!
–¡Tramposa! ¡Cochina!
–Lero, lero, tendelero…
Y me echaba a correr. Y ellos tras de mí. A nadie le gusta que
lo engañen.
Luego que ya me cansaba de jugar con los muchachos
me subía a
los árboles y los agarraba a piedrazos. Me trepaba a las ramas
a hacer averías, nomás a buscar la manera de pelear con
todos. Los descalabraba, iban y le avisaban a mi mamá que yo les
había quebrado la cabeza, ella me aconsejaba pero yo no estaba
sosiega. Era incapaz desde chiquilla. Ahora ya todo acabó, ya no
sirvo, ya no tengo el diablo.
Mi mamá no me regañó ni me pegó nunca. Era
morena igual a mí, chaparrita, gorda y cuando se murió nunca
volví a jugar. |