En la península de Yucatán, sobre todo en la zona norte, donde los suelos son todavía más delgados y pobres que en la parte media y sur, que no se distinguen precisamente por su gran fertilidad; abundan los árboles y arbustos del tipo que los botánicos llaman leguminosas. Estos se caracterizan por tener sus semillas envueltas en vainas, como el frijol y el chícharo, y también como el subín, ébano, piich, huaxim, tzalam, palo de tinte, balché, granadillo, y muchos otros árboles de mediano y alto aspecto.
En las condiciones de la agricultura milpera, el terreno recupera su fertilidad gracias a las leguminosas de la vegetación silvestre. Durante 25 ó 30 años que normalmente se le deja en reposo después de cultivarlo dos o tres años consecutivos, la selva crece nuevamente, abona el suelo con nitrógeno -que es la base de todos los fertilizantes naturales y artificiales-, y lo deja listo para que ahí establezca una milpa la siguiente generación de campesinos. Esto explica por qué durante más de dos mil años se han podido mantener bajo cultivo las pobres y pedregosas tierras peninsulares. Sin embargo, cuando la selva deja de crecer, la fertilización natural también se detiene. Cuando se tala la selva para crear campos ganaderos, los cambios en la composición del suelo y la mayor insolación a que se ve sometido el terreno, hacen que el abundante calcio, presente en los suelos peninsulares -derivado de las rocas calizas-, se combine químicamente con el escaso fósforo, que es otro nutriente muy importante, y lo atrapa, reteniéndolo e impidiendo que las plantas puedan aprovecharlo.
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