Más vale paso que dure y no trote que canse

 
 

Del dicho al hecho, no dejar trecho

Educar a nuestros niños exige una reflexión constante sobre nuestros actos y sus consecuencias. Tenemos que reeducarnos, mantenernos alerta y abiertos a la autocrítica, asumiendo el desafío de cambiar y crecer junto con ellos.

 
 

 

Además de una comunicación abierta, amorosa e incluyente, para educar es fundamental establecer normas claras que nos permitan enseñar a nuestros hijos lo que esperamos de ellos y ayudarlos a formar su criterio. Asimismo, estos límites garantizan la seguridad del niño y evitan que corra peligros que por su edad no es capaz de prever.
La disciplina proporciona al niño elementos para autorregular su conducta y formar hábitos que le serán útiles durante toda su vida. Al respetar las reglas nos ponemos límites a nosotros mismos, lo que nos hace autónomos y libres.

Como hemos dicho, la disciplina es un medio, no un fin en sí misma. Los límites se establecen en función de nuestros valores y principios, de las circunstancias que vivimos, de la edad y características de cada uno de nuestros niños, del estilo de convivencia que queremos como familia.

Si alguna de estas condiciones se altera, hemos de estar abiertos y dispuestos a modificar las normas, porque ellas son las que nos sirven y no nosotros a ellas. Sin embargo, el momento para ser flexible y negociar no es cuando nuestras normas están siendo puestas a prueba o quebrantadas por nuestros hijos. Modificarlas en ese momento podría hacer pensar a los niños que estamos cediendo ante su insistencia.

Cuando nuestras palabras se apo­yan en nuestros actos, los niños comprenden que hay una relación directa entre lo que decimos y lo que hacemos y así aprenden a tomar en serio nuestras palabras.
Los niños pequeños tienen lo que se llama un pensamiento concreto y eso hace que entiendan más claramente nuestros actos que nuestras palabras. Si lo que decimos no corresponde a los hechos, nuestros hijos aprenderán a ignorarlo. No estarán seguros de lo que les estamos pidiendo y pondrán a prueba nuestros límites, midiendo hasta dónde pueden llegar.

El niño percibe claramente cuando nuestro “no” significa “quizá”, “a lo mejor”, o “probablemente”. Entonces, lo que conseguimos es iniciar una lucha de poder con él y enseñarle que se puede decir una cosa y hacer otra. En cambio, cuando “no” quiere decir efectivamente “no”, él tiene certeza de que los límites son firmes.
Debemos partir de la convicción de que la disciplina no es un peso que cargamos sobre los hombros de nuestros hijos, sino una herramienta de vida indispensable para que ellos asuman su autonomía y para impulsarlos a que tengan éxito en las actividades que emprendan. Procuremos que nuestro “no” sea firme y sereno, sin agresión.

Hay papás que educan autoritariamente, por lo tanto, sus límites son inflexibles y sus métodos, castigos severos y poco respetuosos. El miedo puede ser un medio efectivo de control, pero aunque los papás logren reprimir en el momento las conductas negativas de sus niños, no les están enseñando a solucionar sus problemas de manera independiente y, por lo tanto, no promueven su responsabilidad ni su autocontrol. Además corren el riesgo de humillarlos y herirlos profundamente.

Por el contrario, en el estilo permisivo, que representa el otro extremo, los métodos son respetuosos sólo en apariencia, porque en realidad no se promueve con firmeza el acatamiento de los límites. Aquí los padres entran en eternas negociaciones en las que terminan cediendo por cansancio o estallando en aquella furia autoritaria de la que querían apartarse. Hay que tener presente que los niños, en los padres, buscan padres y no compañeros.

Lo mejor, pues, es hacer respetar, con firmeza, los límites establecidos, utilizando métodos que no lesionen la integridad e identidad de nuestros hijos. No buscar reprimir y castigar sino enfrentar al niño con las consecuencias de sus actos.
Los actos tienen consecuencias y si transgredimos una norma tenemos que asumir el costo, además de reparar los daños que hemos causado. Proteger a nuestros hijos de las consecuencias anula su experiencia y su aprendizaje.

Conviene distinguir entre las consecuencias llamadas “natu­rales” y las que son producto de la decisión de los papás. Las primeras surgen como resultado de una acción concreta del niño: “si sueltas el globo, se va”; “si golpeas el juguete, se rompe”; “si molestas a tus compañeros, no querrán jugar contigo”. En estos casos, lo que nos corresponde a los padres es el difícil arte de no hacer nada: dejar que la consecuencia natural enseñe al niño a no soltar su globo, a no maltratar los juguetes y a tratar cordialmente a sus compañeros. Desgraciadamente en ocasiones los padres somos quienes impedimos su aprendizaje al reemplazar el globo perdido, el juguete roto o culpamos a los compañeros que lo rechazan.
Las consecuencias producidas por decisión de los papás, consisten en medidas disciplinarias o sanciones que se aplican a los niños cuando hacen lo que no está permi­tido.
Para que estas medidas sean eficaces, los maestros, padres y pedagogos experimentados, hacen las siguientes recomendaciones:

Imposición inmediata. Si dejamos pasar mucho tiempo entre el hecho y su desenlace, el niño no encuentra la relación entre la conducta y lo que ésta ocasiona.
Aplicación coherente. No podemos enseñarles a no pelear, peleando, a que no griten, alzándoles la voz y a que no peguen, mediante golpes.
Relación lógica. Otra característica importante es que la consecuencia que establecemos, debe estar relacionada de manera lógica con la conducta que la provocó, por ejemplo: “Hasta que termines tu tarea, podrás salir a jugar”; “Como rompiste el balón de tu hermano, le tendrás que dar el tuyo”; “Ayer te tocaba lavar los trastes de la comida y no lo hiciste, hoy lavarás los del desayuno”.
No agresión. Las consecuencias sirven para que el niño modifique su conducta. No se trata de agredirlo ni de descalificarlo, sino de sancionar su manera de actuar. Si modifica y repara el daño causado, podemos hacer “borrón y cuenta nueva” para darle la oportunidad de reintegrarse a sus actividades. No hay necesidad de continuar recordándole que hizo mal.
No agravar conflictos. Cuando un conflicto ha provocado mucho enojo en el niño, quizá sea útil que por un rato se aísle de los demás para que así tenga el tiempo y el espacio necesarios para calmarse y aceptar las consecuencias. En ocasiones los padres somos los que necesitamos ese tiempo para no dejarnos llevar por el impulso del enojo y reflexionar sobre cuál es la mejor manera de resolver el problema.
Claridad y consistencia. Hay que asegu­rarnos que las normas son claras y han sido comprendidas. En la práctica, es muy importante que las consecuencias se apliquen consistentemente en toda circunstancia, pues no son castigos que dependen del humor de los papás, sino de límites firmes.

No sólo queremos que esas normas queden claras, también pretendemos que nuestros hijos vayan comprendiendo la lógica que las inspira y su relación con los valores que asumimos.

“No es no
Y hay una sola manera de decirlo: No.
Sin admiración ni interrogantes, ni puntos suspen­sivos.
No, se dice de una sola manera.
Es corto, rápido, monocorde, sobrio y escueto.
No. Se dice una sola vez,
No.
Con la misma entonación,
No.
Como un disco rayado,
No.
Un No que necesita de una larga caminata o una reflexión en el jardín no es No.
Un No que necesita de explicaciones y justificaciones, no es No.
No, tiene la brevedad de un segundo.
Es un No para el otro porque ya lo fue para uno mismo.
No es No, aquí y muy lejos de aquí.
No, no deja puertas abiertas ni entrampa con esperanzas, ni puede dejar de ser No, aunque el otro y el mundo se pongan patas arriba.
No, es el último acto de dignidad.
No, es el fin de un libro, sin más capítulos ni segundas partes.
No, no se dice por carta, ni se dice con silencios, ni en voz baja, ni gritando, ni con la cabeza gacha, ni mirando hacia otro lado, ni con símbolos revueltos, ni con pena; y menos aún, con satisfacción.
No es No porque no.
Cuando el No es No, se mirará a los ojos y el No se descolgará naturalmente de los labios.
La voz del No no es trémula, ni vacilante, ni agresiva y no deja duda alguna.
Ese No, no es una negación del pasado; es una corrección del futuro.
Y sólo quien sabe decir No puede decir Sí”.

Tomado de Ararú. Revista para padres con necesidades especiales, núm.16, (México, noviembre de 1996), p. 24

1. Péndulo. Reflexiona sobre la siguiente afirmación: “El autoritario no está seguro de su autoridad, por eso tiene que imponerla una y otra vez; el permisivo no está seguro de sus afectos, por eso no se atreve a arriesgarlos”.

¿Estás de acuerdo o en desacuerdo? ¿Tu inclinación natural es ser autoritario o permisivo? ¿Qué haces para contrarrestar esta tendencia?

2. ¿Qué falló? Piensa en una situación en la que la medida de disciplina que propusiste no funcionó. ¿Por qué falló? Revisa las recomendaciones que aparecen en las páginas 27 y 28. Analiza si las aplicaste.

3. Áreas de conflicto. En cada familia hay situaciones, conflictos, diferencias que ponen en jaque la armonía. En la tuya, ¿cuáles son?
Cuando surja un conflicto reflexiona sobre las causas que lo generaron. Este ejercicio funciona mejor cuando lo pueden hacer el papá y la mamá. Comparen sus observaciones y determinen sobre qué conductas hay que trabajar con más urgencia. Intenten relacionarlas con los valores a los que corresponden.

Es necesario que señalen qué conductas restringirán, cuáles alentarán y qué resultados esperan.
No pretendan que todo cambie de un día para otro. Elijan una conducta que quieran que sus hijos modifiquen. Hasta que no consoliden ese cambio no intenten otros.

4. Límites claros. Establecer consecuencias lógicas, proporcionadas y coherentes, exige una reflexión cuidadosa. Tenemos que poner límites que estemos dispuestos a sostener.

Elige dos conductas de tus hijos que quieres modificar y establece para ellas un límite y una consecuencia lógica, que sea aplicable en sus circunstancias.

5. Código. En una reunión familiar, explica a tus hijos las determinaciones que has tomado, asegúrate de que entiendan la racionalidad de estas medidas y por qué consideras valiosas las conductas que buscas promover.
Anuncien cuáles serán las conductas, tareas o responsabilidades y las consecuencias de no cumplirlas. No negocies. Escríbanlas en una cartulina y péguenlas en un lugar visible para que todos las tengan presentes.