Hablando se entiende la gente

 
 

Más claro, ni el agua

Para que los niños obedezcan nuestras reglas debemos asegurarnos de que las han entendido y eso nos obliga a ser precisos. Si tenemos claridad en lo que estamos pidiendo y en las razones que lo sustentan, podemos encontrar una forma sencilla y directa para transmitir el mensaje a nuestros hijos.

 
 
En cada familia se enfrentan o confluyen historias diferentes, maneras de ser, de pensar y de ver el mundo, que a través del diálogo van encontrando coincidencias y puntos de vista divergentes. El diálogo es la base para construir un proyecto de vida común, que enriquezca a cada persona en un clima de respeto.
Cuando la pareja conversa sobre sus creencias, principios, valores y proyectos su relación se consolida. La presencia de los hijos los impulsa y motiva a generar y dar continuidad a este diálogo.

Aunque en algunas familias los padres se han separado y ya no viven juntos, continúan compartiendo la responsabilidad y el compromiso de educar a sus hijos. Entonces, a pesar de las diferencias que existan entre ellos, han de buscar los espacios y estrategias que les permitan llegar a acuerdos básicos para formar a sus hijos.

A veces, es la madre o el padre quien asume de manera exclusiva la responsabilidad de educar, con apoyo, quizá, de la familia cercana, de los abuelos o los tíos. Los adultos que comparten esa responsabilidad, aun cuando no sean los padres, necesitan mantener un diálogo abierto para orientar la educación de cada niño.

Puesto que usamos muchos lenguajes —el de los dichos, los gestos, las actitudes— y como nuestros hechos también hablan, es importante aprender a darles coherencia. Ésta sólo es posible si mantenemos una comunica­ción honesta y profunda con nosotros mismos. Sólo si sabemos con certeza lo que queremos comunicar, si tenemos claridad en lo que pensamos y lo que sentimos, podemos mandar mensajes suficientemente claros al otro.

Aunque cada persona tiene su propia manera de comunicar las cosas, ambos padres deben colaborar para que los niños vivan en un entorno incluyente que les permita sentirse libres para expresar lo que son, lo que sienten y lo que desean. También corresponde a los padres animar a sus hijos (a medida que van creciendo) a decidir por sí mismos.
El amor y la aceptación sustentan el diálogo en familia. Si aprendemos a comunicarnos con palabras sinceras y respetuosas, los niños recibirán mensajes de estímulo y así podrán satisfacer su necesidad de autoestima y pertenencia a su familia. El niño tiene derecho a sentirse amado como el ser único e irrepetible que es. El amor de los padres no está condicionado a lo que hace o deja de hacer. Sin embargo necesita saber qué conductas son aceptables y cuáles no.

El reconocimiento ayuda a los hijos a reafirmar su propio valor, su capacidad para enfrentar las tareas y los retos, y les permite desarrollar recursos para resolver problemas. Esto los hará sentirse seguros de sí mismos.
Por el contrario, cuando un niño recibe mensajes desalentadores que lo culpan, menosprecian y rechazan, le generan una sensación humillante de devaluación, que provoca rebeldía y resentimiento.

Para que los mensajes de aliento y reconocimiento que damos a nuestros hijos realmente refuercen su autoestima, tienen que ser auténticos, verdaderos, deben reconocer su esfuerzo, sus logros y las actitudes que queremos estimular en ellos.

A veces los padres no somos conscientes de cómo nuestros mensajes pueden devaluar y desalentar al niño. Cuando estamos molestos, fácilmente soltamos frases como: “tenías que ser tú”; “yo ya sabía que no podía confiar en ti”; “¿sería mucho pedir que hicieras tu tarea?”. Con ironías, burlas, apodos, etiquetas, comparaciones e insultos no lograremos que la conducta del niño mejore, pero sí conseguiremos que se sienta mal consigo mismo y con los demás.
Otra forma de devaluar al niño —sobre la que los padres hemos de tomar conciencia— es la sobreprotección. Cuando hacemos por él aquello que es capaz de realizar por sí mismo, estamos afirmando de manera contundente: “¡tú no puedes!”.

La comunicación es fundamental para manejar las “áreas de conflicto” que se presentan necesariamente en la relación familiar. No se trata de evitar problemas, sino de enfrentarlos y resolverlos juntos.
En cada familia hay situaciones que ponen en peligro la armonía familiar.

Es muy importante que, en primer término, los adultos resuelvan o intenten limitar aquellas situaciones que ponen en crisis la relación entre ellos, para después identificar las conductas de sus hijos que perturban la convivencia.

Construir un ambiente de concordia y tranquilidad exige de padres e hijos, niños y adultos, un trabajo paciente. Cultivar el afecto, demostrar respeto, escucharnos unos a otros con verdadero interés, son los mejores medios para armonizar la vida cotidiana.

Quisiera ser un televisor. Me gustaría ocupar su lugar para poder vivir lo que vive un televisor en mi casa:
Tener un cuarto especial para mí. Congregar a todos los miembros de la familia a mi alrededor; ser el centro de atención, al que todos quieren escuchar, sin ser interrumpido ni cuestionado; que me tomen en serio cuando hablo.
Sentir el cuidado especial e inmediato que recibe la televisión cuando algo no le funciona. Tener la compañía de mi papá cuando llega a casa, aunque venga cansado del trabajo. Que mi mamá me busque cuando está sola y aburrida, en lugar de ignorarme. Que mis hermanos se peleen por estar conmigo. Divertirlos a todos aunque a veces no les diga nada. Vivir la sensación de que lo dejen todo por pasar unos momentos a mi lado.
No es mucho, sólo lo que vive cualquier televisor todos los días.

Tomado de Mendivi, Gerardo (comp.), Huellas perdidas. Antología de lecturas para docentes, edición del compilador, México, 1992, p. 36.

1. Aprender a hablar. Recuerda cómo era la comunicación de la familia en que te criaste. ¿Alguien llevaba la voz cantante? ¿Había temas de los que no se hablaba? ¿Qué actividades compartían con más gusto? ¿Qué los divertía? ¿En qué ocasiones cantaban? ¿Cómo celebraban los cumpleaños? ¿Hablaban de sus sentimientos? ¿De qué otras maneras los expresaban? ¿Tenían todos las mismas posibilidades de expresarse?
Con el tiempo, ¿te parece que la comunicación se ha mantenido, ha mejorado o se ha hecho más difícil?

Construir un ambiente de concordia y tranquilidad exige de padres e hijos, niños y adultos, un trabajo paciente. Cultivar el afecto, demostrar respeto, escucharnos unos a otros con verdadero interés, son los mejores medios para armonizar la vida cotidiana.

2. Puentes de comunicación. Elige un momento en que esté reunida tu familia. Puede ser en una sobremesa, después de cenar o en la comida del domingo, cuando nadie tenga prisa por salir. Propónles hablar de su situación. ¿Qué es lo que a cada uno le gusta más o le preocupa de su relación familiar?
Hagan un listado de los obstáculos que cada uno considera impiden la comunicación. Pide a cada miembro de la familia que elabore su propia lista y compártanla. No se vale rebatir. Cada quien debe ser libre de expresar lo que siente sin recibir la censura de alguien más.

Falta de tiempo.
Falta de disposición de algunos o de todos.
Los padres no escuchan.
Los hijos no escuchan.
Siempre terminamos peleando.

Acuerden cuáles son los principales obstáculos y aporten ideas concretas para solucio­narlos.

3. Por amor al arte. Si tus hijos aún son pequeños, aprovecha los dibujos que hagan en la escuela o en casa sobre la familia. Pide a cada uno que elija el que más le guste. Enmárcalo y cuélgalo en un lugar visible para que siempre tengas presente cómo la percibe cada uno. Así también sentirán que se valora lo que hacen.

4. Cinco minutitos. A veces parece que la falta de comunicación es un problema de tiempo. Nunca encontramos el momento. La próxima vez que hables con alguno de tus hijos o con tu pareja escucha atentamente todo lo que tenga que decir, por lo menos durante cinco minutos. No interrumpas, sólo muestra tu interés a través de gestos y de una mirada atenta.

Comprobarás que en cinco minutos cabe mucha información y que si estamos atentos, notaremos, en los gestos y la expresión del otro, todo el contenido afectivo que tiene para él lo que nos está contando.

5. Nutrir la autoestima. En la próxima oportunidad que tengas, encomienda a tu hijo una tarea, acorde con su edad, que le permita colaborar con la familia y sentirse orgulloso de su capacidad y de su aportación. Cuando la haya realizado, elógialo con sinceridad y observa las consecuencias.