 |
|
|
Con enorme gusto escribo
estas líneas, pues soy consciente que algo tengo que ver
en la gestación del texto que estás por leer, lectora
lector querido. Todo comenzó con un comentario que hice en
mi columna periodística acerca de una guía para la
preparación de códigos de conducta publicada por la
Secretaría de la Función Pública. En mi comentario,
además de una felicitación, deslizaba yo la posibilidad
de que se escribiera otro texto que ayudara a las familias a crear
sus propios códigos de ética, es decir, su constitución
familiar. Este comentario tuvo dos consecuencias: la primera de
ellas es gratísima pues me granjeó la amistad de Aliza
Chelminsky, titular de la Unidad de Vinculación para la Transparencia
(¡Uff!, el nombre del cargo es más abundante que su
presupuesto). La segunda tardó más en llegar, pero
ya está aquí: la redacción de un prontuario
de ideas que coadyuve a la creación y fortalecimiento
de los valores de la familia y resulta que, por andar de hablador,
ahora me tengo que dar a la redacción de un prólogo
que yo prefiero imaginar como una breve charla en el umbral.
No pierdo de vista que en México hay tantos tipos de familia
como etnias, niveles sociales, rumbos geográficos y horizontes
históricos tenemos. Los autores del fascículo que
justifica mi prólogo tuvieron el buen tino de tomar esto
muy en cuenta y de lanzarse a la pesquisa de comunes denominadores
para esta compleja diversidad. Cada familia es una minúscula
república (o monarquía, o dictadura, o anarquía).
De cualquier modo, reconociendo estas diferencias, tenemos que encontrar
fórmulas para que cada uno de estos mínimos principados
establezca y observe un código de conducta que no contradiga
a la ley superior que gobierna (o debería gobernar) a todos
los que vivimos en nuestro país. Tarea difícil, pero
que no es imposible y sí muy deseable para obtener un digno,
coherente y honrado crecimiento de México.
Algo diré sobre mi propia experiencia familiar. Creo que
ella ilustra la acelerada transición que está viviendo
este primer modelo, esta casa matriz, de la organización
humana. Yo nací en 1944 dentro de una familia rígida,
autoritaria y piramidal. En la cúspide de esa pirámide
estaban los hombres adultos, los minitlatoanis, cuya palabra era
la ley, cuyas opiniones eran el oráculo y cuya autoridad
era tan indiscutible como el derecho divino de los reyes. En los
escalones intermedios estaban las señoras que cumplían
el mandato (y el mandado), que sólo opinaban cuando eran
autorizadas y cuyas obligaciones eran las reproducciones múltiples
y la yerta inmovilidad (sólo suspendida por fines reproductivos).
Estas mujeres solían ser falsamente sumisas, intrigantes
y devotas.
En la base de la pirámide estábamos los niños
que más bien éramos larvas humanas, sin derecho de
opinión y de réplica y sometidos al férreo
mandato contenido en esta sentencia: los niños ven, oyen
y callan (y si no te parece, la puerta es muy grande).
Ahora me ha tocado ser jefe de familia, pero en el ínter
llegaron los derechos humanos y la democracia. Ahora pretendo emitir
una orden o una opinión y de inmediato se me viene encima
la asamblea de representantes (y representantas) que me exige transparencia,
fundamento para mis palabras y complejas negociaciones; los niños
ya tienen carta de identidad y siguen viendo y oyendo, pero nunca
callan (los miras feo y te denuncian en la profeco).
Si me lo preguntan, así me siento mucho mejor, más
acompañado (sólo los iguales pueden hacerse buena
compañía) y con las responsabilidades mejor compartidas.
En mi familia, la de hoy, nos regimos por una regla de oro enunciada
por San Agustín y refrendada por Fernando Savater: haz lo
que quieras. Haz lo que quieras, pero ¡cuidado!, solamente
lo que quieras, no lo que te impongan las modas, la publicidad tramposa,
los pésimos ejemplos que a diario se nos presentan, las coacciones
sociales, lo que atropelle a tu prójimo, lo que invada los
territorios de tus otros familiares, lo que te dañe o lo
que vaya contra la vida. Haz lo que quieras, pero antes de hacerlo,
encárgale a tu mente que le pregunte a lo mejor de tu corazón:
corazón mío, ¿qué es lo que realmente
quieres?
Queda en paz, lectora lector querido. Te encargo mucho la lectura
de este texto. Me despido parafraseando las palabras de Arturo Pérez
Reverte: Nunca te preguntes si tu país es honrado; la honra
de un país es la suma de las pequeñas honras de sus
familias.
Germán Dehesa
San Ángel, Pascua de 2005.
|