—¿Cómo te llamas? -me preguntó la vieja. De una maleta sacó un balón de futbol. [...] Le di las gracias aunque le expliqué que difícilmente podría practicar fútbol en la unidad, ya que las canchas pertenecían a un grupito que se llamaban Los Frutilupis. Y en la otra cancha, donde están los juegos, estaban los tiraderos de basura. —Bueno, limpiamos y les pedimos permiso para que todos puedan jugar -dijo la vieja. Sonreí. Ojalá fuera tan fácil. En varios años nadie había podido hacer nada. Era evidente que a la abuela Lupita le fascinaba meterse en todo, pero lo que más le gustaba era localizar un problema y ofrecerse a resolverlo sin pedir opinión a los demás. Así que en la unidad no batalló demasiado para sentirse útil, había muchas fallas y ella solita asumió el papel de sheriff. Se le ocurrió que su primera misión sería rescatar las jardineras que estaban llenas de basura, así que empezó a limpiarlas y cuando descubría que alguien tiraba un papel, era capaz de perseguirlo por toda la Unidad para regresarle su basura. Lo hizo incluso con los niños que arrojaban envolturas de dulces. Muchos pequeños le empezaron a tener tanto miedo que le pusieron el apodo de la loca de la bolsa negra. —Por mí, que me digan lo que quieran -se encogió de hombros-, con tal de que no tiren basura. Luego, la abuela también se interesó por los andadores de la unidad, por ejemplo, descubrió que algunos vecinos se habían adueñado de parte de las banquetas para usarlas como estacionamiento. La abuela Lupita tomó un plumón y escribió notas en los parabrisas de los coches que decían: "mal estacionado", "no subirse al andador", "no invada zonas prohibidas". Pero el peor enfrentamiento lo tuvo con una señora que estaba quemando papel periódico y revistas fuera de su casa. No tardaron en llegar las quejas a la casa. Parecíamos una oficina de reclamos: que si la abuela Lupita había regañado a un niño, que si le dio un bolsazo a un señor, que si amonestó a una señora que lavaba sus ventanas a manguerazos. —Debe dejar lo que está haciendo -la amenazó mi padre como si fuera una adolescente que hubiera hecho travesuras. ¿No se da cuenta de que los vecinos no quieren que se meta con ellos? Mis padres se miraron con cara de desesperación. —Usted no tiene autoridad para cambiar nada -le recordó mi padre. Y sin autoridad está cometiendo un delito al meterse con los demás. La abuela se quedó en silencio y no volvió a hablar el resto del día. Creímos que había entendido perfectamente el punto de no inmiscuirse en asuntos a los que nadie la llamaba. Pero al día siguiente nos despertamos con la sorpresa de que la abuela Lupita había preparado su defensa. Había escrito una carta circular que pegó en la puerta principal de los edificios. El documento decía… "Por medio de la presente, se avisa que a partir de ahora, la familia Santoyo, del edificio H, departamento 102, será la que se hará cargo de la administración de la unidad. Por lo que se solicita cooperación para el saneamiento de la misma". —¿Cómo se le ocurre decir que somos los administradores? -exclamó mi padre aterrado. Y así fue, para empezar circularon los rumores de que estábamos pidiendo dinero porque de seguro queríamos hacer algún fraude. Para detener los chismes, la abuela Lupita volvió a redactar otra carta circular en la que había una lista de pendientes para la unidad y el costo aproximado de cada cosa: se necesitaban focos, pagar para limpiar las coladeras, contratar al basurero para que recogiera todas las bolsas de desperdicios, llamar a la delegación para que se llevaran dos autos chatarra abandonados, buscar una compañía de control de plagas, hacer la impermeabilización, comprar pasto para sembrar, componer las cerraduras de las entradas... y la lista continuaba por páginas y páginas como si se tratara de una carta a los Santos Reyes. Pero a pesar de eso, sólo recibimos dos aportaciones La abuela Lupita parecía hecha para soportar cualquier tormenta, así que encontró la solución y volvió a hacer otra carta circular. "Los que no tengan dinero podrán prestar su mano de obra para hacer trabajos en beneficio de la unidad". Pero eso resultó peor porque nadie se ofreció ni siquiera a barrer. —Nosotros debemos poner el ejemplo -razonó la abuela Lupita. Hay que empezar a destapar las coladeras. Mi padre, Rodrigo y yo nos miramos con terror, aquello sonaba repugnante. Había ratas y quién sabe cuántos cultivos de enfermedades infecciosas flotando en ese caldo sucio. —Véanlo por su propio bien -dijo la abuela. Si siguen así todos se van a enfermar. En eso tenía razón, había justo una coladera bajo la ventana de la sala y teníamos que tener las ventanas cerradas todo el día para que no entrara el tufo a caño.
Decidimos que no teníamos nada que perder al intentarlo, y si mi hermano aceptó, fue sólo porque podría trabajar con camisa de manga corta y así presumir su tatuaje temporal. Yo creo que los demás se compadecieron de vernos sumergidos en la inmundicia, porque al final se acercaron don Fermín y el señor Chava, del edificio de enfrente, para ayudarnos. Este último recordó que tenía una pala y una carretilla y fue más fácil depositar el lodo y la basura. La coladera quedó destapada y por primera vez en semanas, mi madre pudo abrir la ventana de la sala. Y así, lentamente la gente empezó a cooperar un poco, algunos dieron pintura que les sobraba, otros, focos sin usar para colocarlos en los pasillos, los demás se ofrecieron a hacer trabajos voluntarios. Pero no fue tan fácil. Aunque resulte difícil de comprender, había algunas personas que no estaban de acuerdo con los cambios, y al parecer, cuanto más luz había en los pasillos, menos claro veían. Entre los rebeldes estaban los Frutilupis. Incluso escribieron sobre la pintura nueva de las paredes y arrojaron latas de cerveza en las jardineras, aunque siempre negaban que fueran de ellos y no teníamos pruebas, hasta que la abuela descubrió a uno, llamado el Memelas, rompiendo uno de los focos del pasillo. —¡Así te quería encontrar! -le gritó la abuela furiosa. Pero al Memelas no se le vieron ganas de sentarse a hablar sobre su mala conducta y se marchó, la abuela lo siguió, yo a mi vez me dediqué a ir tras la abuela y evitar que se metiera en más problemas. Entonces llegamos a la zona prohibida, las canchas, donde los Frutrilupis eran los verdaderos amos de su territorio. Y ahí estaban sentados, eran una docena, fumaban, oían música y bebían cerveza. Aunque siempre me habían parecido una especie de rudos criminales, de cerca me di cuenta de que apenas rebasaban los 20 años. —Vámonos —le dije a la abuela. Me estaban temblando las rodillas y tenía la boca seca de sólo estar cerca de ellos. Pero la abuela Lupita no se movió, al parecer no sentía ningún miedo. —Miren muchachos, yo no quiero ningún problema con ustedes -aseguró la abuela-, pero si quieren la cancha, entonces tendrán que ganarla... No tenía la menor idea de por qué la abuela había dicho eso. Pero luego me di cuenta de que había cambiado el enfrentamiento por términos deportivos. La abuela Lupita se enfermó. Esa misma noche tuvo muchísima fiebre y al día siguiente ya no pudo levantarse. Corrió la noticia y la gente comenzó a visitarla para llevarle remedios: que miel para la tos, vitaminas para las defensas, ungüentos y emplastos, hasta el Memelas fue a ver cómo seguía y le llevó de parte de su mamá una tisana para aliviar la garganta. Poco a poco la abuela Lupita se fue recuperando, y un día finalmente se pudo levantar. Estaba muy delgada pero tenía una gran sonrisa. La gente volvió a visitarla para darle algunos regalitos; creímos que todo seguiría igual que antes, ya podíamos imaginarla metiéndose en problemas e ideando más planes descabellados, pero jamás imaginamos lo que sucedió al poco tiempo. Una mañana la abuela decidió salir de paseo, se puso su sombrero de flores, el blusón psicodélico y supuestamente se fue a tomar el sol. Esa fue la última vez que la vimos. Nadie jamás la olvidó en la unidad 16 de Septiembre, e incluso bajo el nombre oficial alguien escribió: "Unidad Lupita", y así es como todos le llamamos desde entonces.
Jaime Alfonso Martínez Sandoval. “Unidad Lupita”, en Colección de cuentos Abriendo Brecha, México, IEDF, 2002, pp. 29-66. |