Tómese el párrafo siguiente como una breve nota a manera de antecedentes de la historia que voy a contarles… Resulta que como a casi toda la gente normal, a mí siempre me costaron un trabajo endemoniado las matemáticas. Esa fue una condición que marcó mi existencia desde que tuve que enfrentarme con las operaciones al revés, como yo les decía. Sumar era al derecho y podía hacerse más o menos fácil. Restar era al revés y me costaba algo de trabajo. Era el segundo año de secundaria. Reprobé, claro está, matemáticas. Y no sólo el examen final, sino también el extraordinario. Tendría que volver a cursar el segundo año de secundaria. Hubo reunión familiar, durante todo el diálogo, yo no dejaba de repetir mi petición, que era más bien súplica sobre buscar otra escuela. Mis papás empezaban a ponerse nerviosos con mis indecisiones, así es que resolvieron acompañarme al Instituto Santa Fe. Nos recibió la profesora Hernández, directora de secundaria. Antes de evaluar mi caso particular, nos describió la escuela: disciplinada, de alto nivel, dijo. Tenían mucho cuidado para escoger a la gente que asistía; el nivel académico era importante, pero aun más importantes eran los valores. “Los valores”, pensé, “yo no tengo problema con los valores”. Y mientras hablaba de este asunto yo podía ver las miradas que intercambiaban mis papás y querían decir que les estaba pareciendo muy bien. Después vino un interrogatorio disfrazado de conversación en el que la profesora Hernández averiguó todo –o casi todo- sobre mi vida. Supongo que a partir de mis respuestas ella dedujo que mis valores estaban bien, y era una suerte, porque no traía yo ninguna referencia escrita acerca de ellos. Así es que el primer día de clases yo iba preocupada, además de todo lo que en realidad tenía que preocuparme, por terminar literalmente siendo una apestada. A primera hora del primer día, la profesora Hernández entró al salón para presentarme. A mí, nada más. Nadie nuevo, sólo yo, era una triste realidad. Ser el nuevo nunca es agradable; mucho menos cuando se es el único nuevo de una escuela donde todos los grupitos parecen ser absolutamente sólidos. Llegué a la mitad de la semana sin haber hecho un solo amigo, [...] todo estaba más o menos bien. Y se puso mejor en la tercera hora. Era la clase de español; en ella supe que, después de todo, no estaría sola en mi condición de nueva en el Instituto Santa Fe. Entró al salón casi confundiéndose con uno de nosotros. Era un maestro, pero parecía bastante joven. Todos los alumnos lo veían de una manera parecida a como me habían visto a mí la primera vez que entré en ese salón. Una vez que estuvimos todos callados y sentados se presentó. —Me llamo Eduardo Salazar, yo les voy a dar la clase de español. Eduardo suplía a la maestra titular de la materia, que había dado la clase durante muchos años, pero acababa de renunciar porque estaba a punto de cumplir los 70 años. En fin, Eduardo nos pidió que no le habláramos de usted ni le dijéramos profesor Salazar. Eduardo dio una clase muy entretenida. Al principio parecía tímido, cosa que se le quitó al instante en que empezó a hablar del tema que tocaba; no recuerdo cuál era, pero sí recuerdo que Eduardo podía hablar de cualquier cosa y hacerla apasionante. Yo me la pasé de lo mejor; no era fácil encontrar un maestro que te hiciera reír tanto. No fui yo la única; los comentarios a la salida me confirmaron que, en efecto, era una suerte haber cambiado de maestro. Sin ser una gran fanática de la lectura, ésta era uno de mis entretenimientos y que esperaba que me diera un aire de seriedad ante los alumnos y profesores de la escuela. Yo creía que el hecho de leer, me ayudaría a lograrlo. Me senté en una esquina del patio a leer Pregúntale a Alicia. —¿Qué estás leyendo? –escuché una voz salvadora detrás de mí. Era la de Eduardo. Sin decir nada le mostré el libro. Le dije que me gustaba leer, que ese libro era muy bueno. Él sólo sonrió, hizo un ademán de despedida y me volvió a dejar sola. Eduardo apareció unos minutos después, con un libro en la mano. Yo le ofrecí mi libro y él lo tomó. Pero yo sabía que no tenía pensado leerlo. Era un libro buenísimo el del Guardián. Curiosamente, trataba de un muchacho como de mi edad al que expulsaban de la escuela y tenía que pasar unos días solo en Nueva York antes de poder regresar a su casa. Para la clase del viernes yo ya lo había terminado; y esperé con muchas ganas ese día, porque de nuevo tendríamos clase de español. La clase de Eduardo fue tan buena como la que nos había dado el miércoles. Nunca había visto un grupo tan atento y, sobre todo, tan divertido. Eduardo no dictaba, lo único que escribía en el pizarrón eran monitos. Para enseñarnos la teoría usaba juegos de preguntas haciéndonos sentir como en un concurso de televisión. Y la segunda parte de la clase leía un cuento. Hacía las voces del narrador y de los personajes. Después de la clase, esperé que se dispersaran los montoneros que al terminar solían rodear a Eduardo y me acerqué con el libro en la mano. —Me gustó mucho.
Sé que todos apreciaban a Eduardo, pero estoy segura de que ninguno como yo. Después de El guardián entre el centeno me prestó Las aventuras de Tom Sawyer, de Mark Twain, que yo sólo había visto en caricatura. [...] Eduardo me sacaba de todas mis dudas cuando podía: Así es que la mayor parte de los recreos de los miércoles y los viernes me la pasaba con él. Con frecuencia otros alumnos se acercaban a nosotros, pero casi nunca se quedaban a platicar, a menos de que estuviéramos hablando de algo visto en la clase. Pronto Eduardo se había convertido en mi mejor amigo. Mis relaciones con los demás alumnos no estaban mal en lo absoluto, pero tal vez no me interesaba demasiado cultivarlas. Así pasaron algunos meses. No dejaba de ser extraño asistir a una escuela donde tu único amigo es un profesor y, además, sacar buenas calificaciones, que era algo que nunca se me había dado antes. Pero estaba contenta. Las lecturas que me daba Eduardo y los recreos que usábamos después para comentarlas me eran suficientes. También era extraño que yo considerara a Eduardo como mi amigo, y que jamás hubiéramos hablado de algo que no fuera acerca de los libros. Así fue el primer semestre del año. Entre las demás materias, todos los alumnos, y en particular yo, esperábamos con verdaderas ganas las clases de Eduardo, y mucho más cuando tuvo la ocurrencia del examen semestral, que anunció unas semanas antes de que sucediera, porque había que prepararlo. Dividido el salón en grupos, cada uno tendría que hacer una presentación teatral de alguno de los cuentos de El llano en llamas, de Juan Rulfo.
Parecía muy buena idea, excepto por el proceso de selección. Los grupos empezaron a formarse y yo empecé a sudar frío como siempre. Sabía que nadie iba a elegirme. Todos estaban parados, juntándose unos con otros, y yo preferí pedir permiso para salir al baño en medio del merengue aquel. Claro que no quería ir al baño; me quedé afuera del salón esperando el silencio de nuevo; entonces sabría que los grupos ya habían terminado de formarse, y que yo no había sido escogida por la única razón de que no había estado presente. No era tan bueno mi plan, por lo visto, porque un momento después salió Eduardo y me descubrió ahí agazapada junto a la puerta. —Ya regresé del baño -dije con una sonrisa boba, pero no pude disimular el tonito colorado que se me sube a la cara siempre que digo una mentira. Yo no dije nada más, pero Eduardo pareció adivinar mi estrategia. —¿Sabes? –empezó a decirme-, los libros pueden ser tus grandes amigos, pero no deben ser los únicos. Ahí dentro hay treinta y tantas personas a quienes vale la pena conocer, que piensan distinto, que son capaces de entender lo que tú piensas y lo que sientes también. ¿No te dan ganas de pronto de compartir, por ejemplo, la emoción de tus lecturas con alguien? —Pues sí, contigo –respondí tratando de quitarme el puchero de la cara. Me tomó de la mano y entramos de nuevo al salón. Justo cuando los equipos habían terminado de formarse. Suspiré de alivio al darme cuenta de que no era yo la única que quedaba para comodín. Había tres grupos de nueve y uno de diez. Carlos y yo tendríamos que acabar en alguno de los de nueve. Eduardo preguntó en cuál preferíamos quedarnos. —Por mí en cualquiera está bien -dije yo. Para la clase del viernes siguiente yo ya había leído, además de Diles que no me maten, que era el cuento que habíamos elegido representar en mi grupo, Rebelión en la granja, de George Orwell, que por supuesto también había sido un préstamo de Eduardo. [...] De modo que al oír el timbre de salida, corrí fuera del salón antes que nadie para encontrarlo y no quedarme esa semana sin aunque fuera algo de la plática a la que ya me había acostumbrado tanto. Lo encontré afuera del salón de maestros y le devolví el volumen. Caminamos juntos hacia la salida, mientras él sacaba mi próximo préstamo de su portafolios. Mira, El forastero misterioso, también de Twain; si te gustó Tom Sawyer, éste te va a encantar. Pero de pronto, su semblante cambió por completo. Se quedó en silencio mirando hacia algún punto al que yo también dirigí mi vista. Era su auto, que de por sí estaba bastante maltratado y que ahora, además, tenía dos cristales rotos y un enorme letrero amarillo que decía: “¡FUERA!” Eduardo enrojeció, pero su gesto parecía más bien de preocupación que de cólera. Miró hacía atrás, como para ver qué tantos testigos había. —Qué gachos –murmuré. Eduardo me miró con un gesto raro, quizá de tristeza, quizá de enojo. —Tarde o temprano iba a empezar la lluvia –me dijo. Con una prisa que le entró de pronto, corrió al auto, se subió y se fue, sin volver la vista ni por un momento. El lunes siguiente me puse muy atenta para ver si escuchaba algo, pero no fue así. Lo único fuera de lo común que vi fue a Carlos, que conversaba con algunos, y cuando me acerqué según yo muy casual para tratar de escuchar algo, él y los que lo rodeaban guardaron silencio. Decidí esperar hasta el miércoles para hablar con Eduardo directamente y preguntarle quién había hecho eso; estaba dispuesta a romperle las narices al responsable. No salí en el primer descanso, preferí quedarme a avanzar un poco con la lectura, y esperar a que Eduardo entrara en el salón para ser la primera en hablar con él. Pero al acabar el descanso, en lugar de verlo a él atravesar la puerta del salón, vi a la profesora Hernández. Supe que algo estaba mal y el corazón empezó a latirme rapidísimo. Una vez que todos estuvimos sentados y en silencio, la profesora Hernández habló. —El profesor Salazar ya no va a venir a darles clase. Mientras buscamos un maestro que lo reemplace, yo voy a orientarlos para seguir con el temario. De inmediato se levantó un rumor que la profesora silenció de inmediato. —Espero que esta situación se resuelva a más tardar la semana que entra. Hoy empezaremos a entrevistar candidatos. Dicho esto, se puso a hojear el libro y a hacer preguntas de lo que habíamos visto, mientras yo volteaba a ver a todos aguantándome las lágrimas. Era evidente que para muchos la noticia había sido terrible, pero no para todos. La profesora Hernández no dejaba de mirar el libro, así es que no vio mi mano levantada y yo me resolvía a hablar sin que me diera la palabra. —¿Por qué ya no va a venir el profesor Eduardo? La profesora cambió el tema y, aunque habíamos algunos que no pensábamos conformarnos con eso, nos dimos cuenta de que ella no iba a decir nada más. Algo me decía que el único que podía dar una explicación acerca de todo eso era Carlos. Hice un esfuerzo heroico por no echarme a llorar mientras iba a pedírsela. Él estaba serio; su voz no tenía el sarcasmo que yo hubiera esperado escuchar. —Simplemente la junta consideró que no era bueno tenerlo como maestro –dijo levantando los hombros. No se me ocurrió nada, pero finalmente esa tarde no me iría a casa con la duda. A la hora de la salida Carlos me alcanzó cuando ya iba a media cuadra de la escuela. Le eché la más fulminante de mis miradas.
—Mira, te lo voy a decir porque sé que te entendías bien con Eduardo y que te duele más que a todos que se haya ido, pero a ver si de una vez te desengañas –hizo una pausa y yo sentía que empezaban a temblarme las rodillas. ¡Tu superprofesor al que tanto quieres y admiras, en realidad no es más que un marica! —Debo haber puesto tal cara de asombro… No estaba segura de lo que Carlos quería decir con eso. Ese era un insulto que usaban entre los muchachos y siempre lo decían por decir. Carlos se dio cuenta de que no estaba entendiendo nada. —El mejor amigo de mi hermano vive en su edificio –siguió-. Yo lo vi, hasta vive con otro tipo, la Dirección lo investigó, y todo es cierto, es un homosexual, y nunca dijo nada de eso en la entrevista. Hasta entonces empecé a llorar. —¿Cómo crees que podemos tener gente de esas costumbres enseñándonos? –Siguió Carlos. Así es que ya, deja de hacerte líos, la Dirección y el comité de padres tomaron la decisión correcta. Carlos terminó de hablar y yo me quedé allí, no sé cuánto tiempo estuve allí, tratando de aclarar o al menos de organizar un poco mis pensamientos. Era difícil que pudiera concentrarme para hacer alguna tarea esa tarde. Además, pronto resolví que la única tarea que me tocaba hacer en ese momento era pensar en algo para impedir lo que consideraba una enorme injusticia. Es cierto que antes de eso yo no había enfrentado un problema así, sólo había oído hablar de la homosexualidad a veces en la televisión, y los únicos homosexuales que conocía eran algunos personajes de los libros que había leído. En el momento que Carlos me lo dijo me provocó sorpresa porque era algo que no hubiera imaginado, pero de ninguna manera mi silencio significaba que estuviera de acuerdo con él. No encontraba ninguna relación entre lo que sea que fuese la vida privada de Eduardo y su desempeño como profesor. ¿Qué tenía que ver? Pensé en esta pregunta y resolví que nada. Evidentemente vino a mi cabeza una frase que muchas veces había escuchado y que todo el mundo conoce pero no siempre lleva a la practica: “el respeto al derecho ajeno es la paz”. En eso se resumía todo. Eduardo era libre de ser diferente y nadie tenía derecho a quitarle su trabajo por eso; él no había roto nuestros esquemas, jamás había hablado ni media palabra acerca de su vida privada, nunca nos había escandalizado, al contrario, nos enseñó que era distinto porque podía convertir una clase en una celebración. Durante seis meses todos estuvimos de acuerdo con ello, hasta el mismo Carlos. Dormí apenas un rato. Pero al día siguiente les diría. Y tendrían que entenderlo, no era cosa más que de sentido común. Ser homosexual no hace a alguien peligroso, ni mala persona. Eduardo era un gran maestro, y eso podían preguntárselo a cualquier alumno que hubiera tomado clase con él. Simplemente lo otro no tenía nada que ver. Debían entenderlo, era cosa de lógica. Nada más. No sé ni qué hora era cuando encendí la luz de nuevo para escribir todas mis reflexiones en una carta en la que al final pedía que nos devolvieran a nuestro maestro. Al terminar sonreí, imaginando los cientos de firmas que al estarían bajo mi última línea, y fue hasta entonces cuando pude finalmente dormir un poco. Al día siguiente llegué a la escuela derramando optimismo. Pero pronto ése fue desinflándose, cuando traté de hablar con algunos para explicarles lo que ahora sabía, para que conocieran la inmensa injusticia que se había cometido con Eduardo. No hubiera sospechado que alguien se negara a firmar la carta, y sin embargo así fue. De cinco compañeros con los que hablé, sólo uno se atrevió a firmar, con una mano insegura y nerviosa. Esa tarde seguí averiguando. Aunque no solía yo tener conversaciones de ciertos temas con mis papás, no encontré con quien más acudir.
—Me parece un poco extraño, pero pues cada quien. Cada quien, ciertamente. Mi mamá y él se soltaron hablando del asunto. Así me enteré de que muchos de los grandes lo fueron. Oscar Wilde, Tchaikovski, Leonardo da Vinci, no más por decir algunos. Vaya pues, hasta Sócrates. ¿Y qué, ellos no habían sido maestros? Mi papá habló de un empleado que había trabajado con él en su antigua oficina, que era simpatiquísimo, dijo. —¿Y todos lo sabían? –pregunté yo. Suspiré: estábamos de acuerdo. Les conté entonces lo que había pasado en la escuela. De algún modo quería avisarles que pensaba hacer una revolución. Y me vino muy bien saber que ellos estaban de acuerdo conmigo y me apoyaban. Esa noche volví a escribir la carta. Esta vez la hice a máquina, dirigida a la Dirección y al Comité de padres, y le engrapé dos hojas blancas para las firmas. Cada vez estaba más segura de que hacía lo correcto. Empecé con Rebe, porque era la única que me había dado espontáneamente una muestra de aprecio al escogerme para su equipo. Ella, como todos los demás, tenía una primera impresión de la historia. Si la dirección y el comité de padres lo habían decidido, tenía que estar bien. Le leí la carta. Cuando terminé, Rebe me miraba con ojos muy extrañados. —¿Oscar Wilde?, ¿el de El fantasma de Canterville? Rebe se unió a mi causa. Para el final del recreo, juntas ya habíamos reunido 15 firmas. Esa tarde llegué a mi casa con la primera hoja llena de firmas. Veintidós, en total. Los días siguientes no era sólo yo quien se dedicaba a recolectarlas. Rebe y algunos otros me pidieron copias de la carta para pasarla. Finalmente todos queríamos de vuelta a Eduardo. Era viernes, el día en que llevaría la carta con 67 firmas a la profesora Hernández. Sin embargo, aún me faltaba una que tal vez no era necesaria para efectos prácticos, pero para mi espíritu de lucha era indispensable. Me acerqué a Carlos con la carta en la mano. Sabía que más de un compañero había tratado de convencerlo. —Ya casi todos firmaron –le dije. No firmó, pero estoy segura de que lo hice dudar, y aunque para mí no era suficiente, tenía al menos la tranquilidad de haberlo intentado. Rebe y dos compañeros acudieron conmigo a la oficina de la profesora Hernández para entregar la carta. Llevaba el original y una fotocopia para que me la firmara de recibido, muy profesional yo. Ella nos hizo pasar, parecía que había estado esperándonos. Tomó la carta, pero ni siquiera la vio. Eso fue muy desconcertante para mí. —¿No la va a leer? Durante todos los sábados que siguieron fui sin falta al centro comercial, llevando siempre El forastero misterioso en mi bolsa. Pero tuve que esperar algún tiempo para que sucediera la afortunada casualidad que estaba esperando. Aquel sábado de verano fui al centro comercial con unos amigos de la escuela y sin mis papás. Eduardo estaba en la heladería, pagando un bote de helado para llevar. Al verlo me entró una emoción de esas que se sienten pocas veces en la vida. Mi primer impulso fue correr a darle un abrazo que lo tirara al suelo, pero como que no es muy fácil que uno le haga caso a sus impulsos primarios, caminé con toda calma hacia su mesa, con una sonrisa de esas que no se pueden controlar y que hacen que a una le parezca que se le ve la cara toda rara. Él sonrió igual al verme. Fue cuando lo abracé. Y como ya de por sí me sentía medio cursi, antes de separarme del abrazo me limpié unas lagrimitas que se me habían escurrido casi sin querer. Él estaba contento de verme, contento de verdad; me invitó a sentarme y pidió unos helados. Yo saqué el libro de mi bolsa y lo puse en la mesa. Él pareció extrañado. —Vengo seguido y siempre lo traigo, porque es el único lugar donde podía encontrarte para devolvértelo. Nos preguntamos sendos: ¿cómo te ha ido? Él me contó que estaba dando clase en otra secundaria y la pasaba bien. Además estaba por publicar su primera novela, que había ganado un premio. Yo le conté que me había salido del Instituto Santa Fe a la mitad del año y que había vuelto a la Benito Juárez. Él cambió su sonrisa por un gesto de seriedad. —¿Qué pasó? –me preguntó Eduardo empezó a leerla y me demostró que tenía la misma aversión que yo a la cursilería, porque no dejó salir un par de lágrimas que también se le querían escapar mientras pasaba las hojas de la firmas. Pero yo las vi, ahí estaban. No dijo nada. Yo tampoco. Simplemente nos dimos un apretón de manos, que significaba un pacto de amistad y nos despedimos. —No te pierdas, niña –dijo él. Y no nos perdimos. De esta historia han pasado ya algunos años. Yo finalmente logré dejar atrás las matemáticas para siempre: hoy estudio Letras en la universidad. Eduardo ha publicado tres novelas importantes; es un autor muy respetado, y a nadie más se le ha vuelto a ocurrir ponerse a cuestionar sus valores. Y lo que es la vida, ahora, en mi penúltimo semestre, Eduardo es mi maestro de nuevo. Y vaya, también sigue siendo mi mejor amigo.
Mónica Beltrán Brozon. “Tarde o temprano iba a empezar la lluvia”, en Colección de cuentos Abriendo Brecha, México, IEDF, México, 2002, pp. 67-106. |