En el siglo XX, principalmente en el mundo occidental, ocurrió una de las más trascendentes transformaciones culturales de la humanidad, la incorporación de millones de mujeres a la vida pública y el final de su confinamiento a la vida privada. Esta transformación sacudió las bases mismas de la organización social, tradicionalmente estructurada en la aceptación, no cuestionada, de la autoridad del hombre. Mediante un proceso, largo y doloroso, las mujeres en Europa, América del Norte, Oceanía, Latinoamérica y el Caribe y en menor medida, en algunos países del lejano oriente como Japón, Corea, Singapur, lograron traspasar las fronteras que por siglos funcionaron para limitar sus actividades a la vida doméstica y al cuidado de los demás. Este proceso significó superar una violación generalizada de los derechos humanos fundamentales de la mitad de la humanidad, que además era culturalmente aceptada y cotidianamente reproducida, inclusive por las propias mujeres. Las limitaciones a su libertad para expresarse y cumplir sus deseos sobre su destino, sobre su cuerpo y su sexualidad; la discriminación en su acceso a los beneficios del desarrollo de sus sociedades; la represión y sometimiento por parte de instituciones educativas, religiosas y legales, siguen siendo materia de debate. En la vida cotidiana subsisten viejas desigualdades y surgen nuevas, en una batalla por la equidad que todavía no concluye. De los funcionarios de la administración pública en nuestro país (en el año 2001) tres de cada diez son mujeres; sin embargo esa proporción va disminuyendo en la medida que aumenta la jerarquía del puesto, de esta manera, sólo tres de las catorce secretarías de estado o puestos similares, son ocupadas por mujeres.
De los ámbitos de participación de la mujer en la vida pública, el relativo a las posiciones de poder político, es uno de los que han presentado mayores dificultades para romper viejas tradiciones. Las razones son múltiples, entre ellas el tradicionalismo de algunos partidos políticos y sus dirigencias ocupadas por hombres socializados en la vieja tradición del autoritarismo y machismo masculinos. Además, para una mujer que participa en la vida política, el nivel de exigencia en cuanto a conocimientos y conducta es mayor que para los hombres. Así también, la cultura laboral que prevalece en el ejercicio de los puestos de poder público exige largas horas de trabajo, muchas veces tiempo completo y en ocasiones, cambio de residencia total o por largos periodos, lo que dificulta armonizar el trabajo con la vida familiar. Ante una cultura en donde todavía no existe una distribución equitativa de las responsabilidades familiares y en donde aún es el hombre quien define el lugar de residencia de las familias, muchas mujeres enfrentan obstáculos serios para incorporarse a la vida política. Sin embargo, cada día crece la presión de hombres y mujeres comprometidos que exigen cambios sustanciales en la participación equitativa en los espacios públicos y políticos. Las dificultades de las mujeres para participar en el ámbito público son una evidencia palpable de la inmovilidad que aún domina la vida política de México y señalan los obstáculos que persisten y que debemos superar para alcanzar una sociedad democrática, equitativa y de pleno derecho.
Texto adaptado de: Jusidman de B., Clara. “Incorporación de las mujeres a la vida pública”, en Causa Ciudadana, Boletín informativo, núm. 36, México, Junio de 2002, pp. 2-3. |