Pedro Páramo
Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre,
un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí
que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté sus
manos en señal de que lo haría; pues ella estaba por morirse
y yo en un plan de prometerlo todo “No dejes de ir a visitarlo —me
recomendó—. Se llama de este modo y de este otro. Estoy segura
de que le dará gusto conocerte”. Entonces no pude hacer otra
cosa sino decirle que así lo haría, y de tanto decírselo
se lo seguí diciendo aun después que a mis manos les costó
trabajo zafarse de sus manos muertas.
Todavía antes me había dicho:
—No vayas a pedirle nada. Exígele
lo nuestro. Lo que estuvo obligado a darme y nunca me dio... El olvido
en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro.
—Así lo haré, madre.
Pero no pensé cumplir mi promesa. Hasta que ahora pronto comencé
a llenarme de sus sueños, a darle vuelo a las ilusiones. Y de este
modo se me fue formando un mundo alrededor de la esperanza que era aquel
señor llamado Pedro Páramo, el marido de mi madre. Por eso
vine a Comala.
Era ese tiempo de la canícula, cuando el aire de agosto sopla
caliente, envenenado por el olor podrido de las saponarias...
—¿Cómo dice usted que se
llama el pueblo que se ve allá abajo?
—Comala, señor.
—¿Está seguro de que ya es
Comala?
—Seguro, señor.
—¿Y por qué se ve esto tan
triste?
—Son los tiempos, señor...
—¿Y a qué va usted a Comala,
si se puede saber?
—Oí que me preguntaban.
—Voy a ver a mi padre–contesté.
—¡Ah! –dijo él.
Y volvimos al silencio.
Caminábamos cuesta abajo, oyendo el trote rebotado de los burros.
Los ojos reventados por el sopor del sueño, en la canícula
de agosto.
—¿Y qué trazas tiene su padre,
si se puede saber?
—No lo conozco —le dije—. Sólo
sé que se llama Pedro Páramo.
—¡Ah!, vaya.
—Sí, así me dijeron que se
llamaba.
Oí otra vez el “¡ah!” del arriero.
Me había topado con él en Los Encuentros, donde se cruzaban
varios caminos. Me estuve allí esperando, hasta que al fin apareció
este hombre.
¿A dónde va usted? —le pregunté.
—Voy para abajo, señor.
—¿Conoce un lugar llamado Comala?
—Para allá mismo voy.
Y lo seguí. Fui tras él tratando de emparejarme a su paso,
hasta que pareció darse cuenta de que lo seguía y disminuyó
la prisa de su carrera. Después los dos íbamos tan pegados
que casi nos tocábamos los hombros.
—Hace calor aquí —dije.
—Sí, y esto no es nada —me
contestó el otro. Cálmese. Ya lo sentirá más
fuerte cuando lleguemos a Comala. Aquello está sobre las brasas
de la tierra, en la mera boca del infierno. Con decirle que muchos de
los que allí se mueren, al llegar al infierno regresan por su
cobija.
—¿Conoce usted a Pedro Páramo?
—le pregunté.
Me atreví a hacerlo, vi en sus ojos una gota de confianza.
—¿Quién es? —volví
a preguntar.
—Un rencor vivo —me contestó
él.
Y dio un pajuelazo contra los burros, sin necesidad,
ya que los burros iban mucho más adelante de nosotros encarrerados
por la bajada.
Sentí el retrato de mi madre guardado en la bolsa de la camisa,
calentándome el corazón, como si ella también sudara.
Era un retrato viejo, carcomido en los bordes; pero fue el único
que conocí de ella. Me lo había encontrado en el armario
de la cocina, dentro de una cazuela llena de yerbas: hojas de toronjil,
flores de Castilla, ramas de ruda. Desde entonces lo guardé. Era
el único. Mi madre siempre fue enemiga de retratarse. Decía
que los retratos eran cosa de brujería.
Y así parecía ser; porque el suyo estaba lleno de agujeros
como de aguja, y en dirección del corazón tenía uno
muy grande donde bien podía caber el dedo del corazón.
Es el mismo que traigo aquí, pensando que podría dar buen
resultado para que mi padre me reconociera.
Mire usted —me dice el arriero, deteniéndose:
¿Ve aquella loma que parece vejiga de
puerco? Pues detrasito de ella está la Media Luna. Ahora voltié
para este otro rumbo. ¿Ve la ceja de aquel cerro? Véala.
Y ahora voltié para este otro rumbo. ¿Ve la otra ceja
que casi no se ve de lo lejos que está? Bueno, pues eso es la
Media Luna de punta a cabo. Como quien dice, toda la tierra que se puede
abarcar con la mirada. Y es de él todo ese terrenal. El caso
es que nuestras madres nos malparieron en un petate aunque éramos
hijos de Pedro Páramo. Y lo más chistoso es que él
nos llevó a bautizar. Con usted debe haber pasado lo mismo, ¿no?
— No
me acuerdo.
—¡Váyase mucho al carajo!
—¿Qué dice usted?
—Que ya estamos llegando, señor.
—Sí, ya lo veo.
—¿Qué pasó por
aquí?
—Un correcaminos, señor. Así
les nombran a esos pájaros.
—No, yo preguntaba por el pueblo, que se
ve tan solo, como si estuviera
abandonado. Parece que no lo habitara nadie.
—No es que lo parezca. Así es. Aquí
no vive nadie.
—¿Y Pedro Páramo?
—Pedro Páramo murió hace muchos
años.
 
|