En la casa, por la tarde,
recordó ese menjurje que le dieron una vez para que devolviera
el estómago. Agua mineral, un pan muy tostado y sal; todo
en la licuadora. Cuando llegó su madre del trabajo, la encontró
inclinada sobre el excusado y con la palidez de quien ha echado
fuera los intestinos.
Pasó la mañana
del viernes en pijama, intentando leer El licenciado Vidriera
que era tarea para el mes siguiente pero decidiéndose por
Los crímenes de la calle Morgue, pues al fin y al
cabo no pensaba volver más a esa secundaria. Poco se pudo
concentrar, pensando en las líneas de su libreta que ahora
eran del dominio público y planeando la manera de argumentar
en su casa un cambio de escuela. Era tal su voluntad de olvidarse
del salón de clases, que ni siquiera reparó en que
era viernes y que había quedado con Germán de tomar
un helado hasta que sonó el teléfono.
—Te llama un compañero,
Irene —gritó su madre.
No pudo negarse a contestar,
habría tenido que dar una explicación a su madre,
así es que se deslizó con pesadez hasta el teléfono
del pasillo.
—Lo tengo —gritó para
que su madre colgara.
—Bueno.
—Hola, soy Germán. ¿Qué
te pasó?
—Me enfermé del estómago.
—¿Y todavía
te animas al helado? —se le oyó con cierto temor.
Irene se quedó callada
buscando una respuesta tajante.
—No, no me siento bien.
—Entonces voy a visitarte
—dijo decidido—, así te llevo el tema de la investigación
de biología. Nos tocó juntos.

No tuvo más remedio
que darle su dirección, bañarse a toda prisa y vestirse.
Esa intempestiva voluntad de Germán por verla era un clara
prueba de que la sabía suspirando por él. Ahora tendría
que ser fría, desmentir aquellas confesiones escritas en
el diario como si fueran de otra.
German llegó puntual
y con una cajita de helado de limón pues “era bueno para
el dolor de estómago”. Irene se empeñó en estar
seca, distante y sin mucho entusiasmo por el trabajo que harían
juntos. La cara de Germán fue perdiendo la sonrisa que a
ella tanto le gustaba.
Antes de despedirse, y con
el ánimo notoriamente disminuido después de la efusiva
llegada con el helado de limón, Germán le pidió
el temario para los exámenes finales pues él
lo había perdido. Irene subió a la recámara
y hurgó sin mucho éxito por los cajones del escritorio
y en su mochila. Se acordó de pronto que apenas el jueves
había cambiado todo a la mochila nueva. Dentro del clóset
oscuro, metió la mano en la mochila vieja y se topó
con algo duro. Lo sacó despacio, era el diario de las tapas
rojas con la curva de la pluma hacia el lomo.
Bajó de prisa las escaleras.
—Lo encontré —dijo
aliviada—, pero el temario no.
Germán la miró
sin entender nada.
—Es que ya no iba a volver
a la escuela —explicó turbiamente—. ¿Quieres
helado?
—Ya me iba —contestó
Germán, aún dolido.
—No, todo ha sido un malentendido.
No te puedo explicar, pero quédate, por favor
—intentó Irene.
—Está bien —contestó
Germán con esa sonrisa que a ella tanto le gustaba y el mechón
castaño sobre la frente, sin saber que esa tarde quedaría
escrita en un libro de tapas rojas.
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