Querido
Diego, te abraza Quiela*
Elena
Poniatowska
E
n los papeles que están sobre la mesa, en
vez de los bocetos habituales, he escrito con una letra que no reconozco:
Son las seis de la mañana y Diego no está aquí.
En otra hoja blanca que nunca me atrevería a emplear si no
es para un dibujo, miro con sorpresa mi garabato: Son las
ocho de la mañana, no oigo a Diego hacer ruido, ir al baño,
recorrer el tramo de la entrada hasta la ventana y ver el cielo
en un movimiento lento y grave como acostumbra hacerlo y creo que
voy a volverme loca, y en la misma más abajo: Son
las once de la mañana, estoy un poco loca, Diego definitivamente
no está, pienso que no vendrá nunca y giro en el cuarto
como alguien que ha perdido la razón.
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No tengo
en qué ocuparme, no me salen los grabados, hoy no quiero ser
dulce, tranquila, decente, sumisa, comprensiva, resignada, las cualidades
que siempre ponderan los amigos. Tampoco quiero ser maternal; Diego
no es un niño grande, Diego sólo es un hombre que no
escribe porque no quiere y me ha olvidado por completo. Las
últimas palabras están trazadas con violencia, casi
rompen el papel y lloro ante la puerilidad de mi desahogo. ¿Cuándo
lo escribí? ¿Ayer? ¿Antier? ¿Anoche? ¿Hace
cuatro noches? No lo sé, no lo recuerdo. Pero ahora Diego,
al ver mi desvarío te lo pregunto y es posiblemente la pregunta
más grave que he hecho en mi vida. ¿Ya no me quieres,
Diego? Me gustaría que me lo dijeras con toda franqueza. Has
tenido suficiente tiempo para reflexionar y tomar una decisión
por lo menos en una forma inconsciente, si es que no has tenido la
ocasión de formularla en palabras. Ahora es tiempo de que lo
hagas. De otro modo arribaremos a un sufrimiento inútil, inútil
y monótono como un dolor de muelas y con el mismo resultado.
La cosa es que no me escribes, que me escribirás cada vez menos
si dejamos correr el tiempo y al cabo de unos cuantos años
llegaremos a vernos como extraños si es que llegamos a vernos. |
En
cuanto a mí, puedo afirmar que el dolor de muelas seguirá
hasta que se pudra la raíz; entonces ¿no sería
mejor que me arrancaras de una vez la muela, si ya no hallas nada
en ti que te incline hacia mi persona? Recibo de vez en cuando las
remesas de dinero, pero tus recados son cada vez más cortos,
más impersonales y en la última no venía una
sola línea tuya. Me nutro indefinidamente con un Estoy
bien, espero que tú lo mismo, saludos, Diego y al leer
tu letra adorada trato de adivinar algún mensaje secreto, pero
lo escueto de las líneas escritas a toda velocidad deja poco
a la imaginación. Me cuelgo de la frase: Espero que tú
lo mismo y pienso: Diego quiere que yo esté bien
pero mi euforia dura poco, no tengo con qué sostenerla. Debería
quizá comprender por ello que ya no me amas, pero no puedo
aceptarlo. De vez en cuando, como hoy, tengo un presentimiento pero
trato de borrarlo a toda costa. Me baño con agua fría
para espantar las aves de mal agüero que rondan dentro de mí,
salgo a caminar a la calle, siento frío, trato de mantenerme
activa, en realidad, deliro. Y me refugio en el pasado, rememoro nuestros
primeros encuentros en que te aguardaba enferma de tensión
y de júbilo. Pensaba: en medio de esta multitud, en pleno día
entre toda esta gente; del Boulevard Raspail, no, de Montparnasse
entre estos hombres y mujeres que surgen de la salida del metro y
van subiendo la escalera, él va a aparecer, no, no aparecerá
jamás porque es sólo un producto de mi imaginación,
por lo tanto yo me quedaré aquí plantada en el café
frente a esta mesa redonda y por más que abra los ojos y lata
mi corazón, no veré nunca a nadie que remotamente se
parezca a Diego. |
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Temblaba
yo, Diego, no podía ni llevarme la taza a los labios, ¡cómo
era posible que tú caminaras por la calle co- mo el común
de los mortales!, escogieras la acera de la derecha; ¡sólo
un milagro te haría emerger de ese puñado de gente cabizbaja,
oscura y sin cara, y venir hacia mí con el rostro levantado
y tu sonrisa que me calienta con sólo pensar en ella! Te sentabas
junto a mí como si nada, inconsciente ante mi expectativa dolorosa
y volteabas a ver al hindú que leía el Lon- don Times
y al árabe que se sacaba con el tenedor el negro de las uñas.
Aún te veo con tus zapatos sin bolear, tu viejo sombrero olanudo,
tus pantalones arrugados, tu estatura monumental, tu vientre siempre
precediéndote y pienso que nadie absolutamente, podría
llevar con tanto señorío prendas tan ajadas. |
Yo te escuchaba quemándome
por dentro, las manos ardientes sobre mis muslos, no podía
pasar saliva y sin embargo parecía tranquila y tú
lo comentabas: ¡Qué sedante eres Angelina, qué
remanso, qué bien te sienta tu nombre, oigo un levísimo
rumor de alas! Yo estaba como drogada, ocu- pabas todos mis
pensamientos, tenía un miedo espantoso de defraudarte. Te
hubiera telegrafiado en la noche misma para recomponer nuestro encuentro,
porque repasaba cada una de nuestras frases y me sentía desgraciada
por mi torpeza, mi nerviosidad, mis silencios, reha- cía,
Diego, un encuentro ideal para que volvieras a tu trabajo con la
certeza de que yo era digna de tu atención, temblaba Diego,
estaba muy consciente de mis sentimientos y de mis deseos inarticulados,
tenía tanto qué decirte pasaba el día
entero repitiéndome a mí misma lo que te diría
y al verte de pronto, no podía expresarlo y en la noche lloraba
agotada sobre la almohada, me mordía las manos: Mañana
no acudirá a la cita, mañana seguro no vendrá.
Qué interés puede tener en mí y a la
tarde siguiente, allí estaba yo frente al mármol de
mi mesaredonda, entre la mesa de un español que miraba también
hacia la calle y un turco que vaciaba el azucarero en su café,
los dos ajenos a mi desesperación, a la taza entre mis manos,
a mis ojos devoradores de toda esa masa gris y anónima que
venía por la calle, en la cual tú tendrías
que corporizarte y caminar hacia mí.
¿Me quieres,
Diego? Es doloroso sí, pero indispensable saberlo. Mira Diego,
durante tantos años que estuvimos juntos, mi carácter,
mis hábitos, en resumen, todo mi ser sufrió una modificación
completa: me mexicanicé terriblemente y me siento ligada
par procuration a tu idioma, a tu patria, a miles de pequeñas
cosas y me parece que me sentiré muchísimo menos extranjera
contigo que en cualquier otra tierra. El retorno a mi hogar paterno
es definitivamente imposible, no por los sucesos políticos
sino porque no me identifico con mis compatriotas. Por otra parte
me adapto muy bien a los tuyos y me siento más a gusto entre
ellos.
Son
nuestros amigos mexicanos los que me han animado a pensar que puedo
ganarme la vida en México, dando lecciones.
Pero después
de todo, esas son cosas secundarias. Lo que importa es que me es
imposible emprender algo a fin de ir a tu tierra, si ya no sientes
nada por mí o si la mera idea de mi presencia te incomoda.
Porque en caso contrario, podría hasta serte útil,
moler tus colores, hacerte los estarcidos, ayudarte como lo hice
cuando estuvimos juntos en España y en Francia durante la
guerra. Por eso te pido Diego que seas claro en cuanto a tus intenciones.
Para mí, en esta semana, ha sido un gran apoyo la amistad
de los pintores mexicanos en París, Ángel Zárraga
sobre todo, tan suave de trato, discreto hasta la timidez. En medio
de ellos me siento en México, un poco junto a ti, aunque
sean menos expresivos, más cautos, menos libres. Tú
levantas torbellinos a tu paso, recuerdo que alguna vez Zadkin me
preguntó: ¿Está borracho? Tu borrachera
venía de tus imágenes, de las palabras, de los colores;
hablabas y todos te escuchábamos incrédulos; para
mí eras un torbellino físico, además del éxtasis
en que caía yo en tu presencia, junto a ti era yo un poco
dueña del mundo. Élie Faure me dijo el otro día
que desde que te habías ido, se había secado un manantial
de leyendas de un mundo sobrenatural y que los europeos teníamos
necesidad de esta nueva mitología porque la poesía,
la fantasía, la inteligencia sensitiva y el dinamismo de
espíritu habían muerto en Europa. Todas esas fábulas
que elaborabas en torno al sol y a los primeros moradores del mundo,
tus mitologías, nos hacen falta, extrañamos la nave
espacial en forma de serpiente emplumada que alguna vez existió,
giró en los ciclos y se posó en México. Nosotros
ya no sabemos mirar la vida con esa gula, con esa rebeldía
fogosa, con esa cólera tropical; somos más indirectos,
más inhibidos, más disimulados. Nunca he podido manifestarme
en la forma en que tú lo haces; cada uno de tus ademanes
es creativo; es nuevo, como si fueras recién nacido, un hombre
intocado, virginal, de una gran e inexplicable pureza.
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Se
lo dije alguna vez a Bakst y me contestó que provenías
de un país también recién nacido: Es un
salvaje respondió los salvajes no están
contaminados por nuestra decadente ci-vi-li-za-ción, pero ten
cuidado porque suelen tragarse de un bocado a las mujeres pequeñas
y blancas. ¿Ves cuán presente te tenemos, Diego?
Como lo ves estamos tristes. Élie Faure dice que te ha escrito
sin tener respuesta. ¿Qué harás en México,
Diego, qué estarás pintando? Muchos de nuestros amigos
se han dispersado. Marie Blanchard se fue de nuevo a Brujas a pintar
y me escribió que trató de alquilar una pieza en la
misma casa en que fuimos tan felices |
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y nos divertimos
tanto, cuando te levantabas al alba a adorar al sol y las mujeres
que iban al mercado soltaban sus canastas de jitomates, alzaban los
brazos al cielo y se persignaban al verte parado en el pretil de la
ventana, totalmente desnudo. Juan Gris quiere ir a México y
cuenta con tu ayuda, le prometiste ver al Director del Instituto Cultural
de tu país, Ortiz de Zárate y Ángel Zárraga
piensan quedarse otro tiempo, Lipschitz también mencionó
su viaje, pero últimamente le he perdido la pista porque dejó
de visitarme. Picasso se fue al sur en busca del sol; de los Zeting
nada, como te lo he escrito en ocasiones anteriores. A veces, pienso
que es mejor así. Hayden, a quien le comuniqué la frecuencia
con la que te escribía, me dijo abriendo los brazos: Pero,
Angelina ¿cuánto crees que tarden las cartas? |

Tardan mucho, mucho,
uno, dos, tres meses y si tú le escribes a Diego cada ocho,
quince días, como me lo dices, no da tiempo para que él
te conteste. Me tranquilizó un poco, no totalmente,
pero en fin, sentí que la naturaleza podía conspirar
en contra nuestra. Sin embargo, me parece hasta inútil recordarte
que hay barcos que hacen el servicio entre Francia y México.
Zadkin en cambio me dijo algo terrible mientras me echaba su brazo
alrededor de los hombros obligándome a caminar a su lado:
Ange-lina, ¿qué no sabes que el amor no puede
forzarse a través de la compasión?
Mi querido Diego te abrazo fuertemente, desesperadamente por encima
del océano que nos separa.
Tu Quiela
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Poniatowska, Elena, Querido Diego, te abraza Quiela, México,
sep/Ediciones Era, 1994.
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