Los
jefes*
Mario
Vargas Llosa
I
Javier
se adelantó por un segundo:
—¡Pito! —gritó,
ya de pie.
La tensión se quebró,
violentamente, como una explosión. Todos estábamos
parados: el doctor Abásalo tenía la boca abierta.
Enrojecía, apretando los puños. Cuando, recobrándose,
levantaba una mano y parecía a punto de lanzar un sermón,
el pito sonó de verdad. Salimos corriendo con estrépito,
enloquecidos, azuzados por el graznido de cuervo de Amaya,
que avanzaba volteando carpetas.
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El patio estaba sacudido por
los gritos. Los de cuarto y tercero habían salido antes,
formaban un gran círculo que se mecía bajo el polvo.
Casi con nosotros, entraron los de primero y segundo; traían
nuevas frases agresivas, más odio. El círculo creció.
La indignación era unánime en la media. (La primaria
tenía un patio pequeño, de mosaicos azules, en el
ala opuesta del colegio.)
—Quiere fregarnos, el serrano.
—Sí. Maldito sea.
Nadie hablaba de los exámenes
finales. El fulgor de las pupilas, las vociferaciones, el escándalo
indicaban que había llegado el momento de enfrentar al director.
De pronto, dejé de hacer esfuerzos por contenerme y comencé
a recorrer febrilmente los grupos: “¿Nos friega y nos callamos?”.
“Hay que hacer algo.”
Una mano férrea me extrajo
del centro del círculo.
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—Tú no —dijo Javier—.
No te metas. Te expulsan. Ya lo sabes.
—Ahora no me importa. Me las
va a pagar todas. Es mi oportunidad, ¿ves? Hagamos que formen.
En voz baja fuimos repitiendo
por el patio, de oído en oído: “Formen filas”, “a
formar, rápido”.
—¡Formemos las filas!
—el vozarrón de Raygada vibró en el aire sofocante
de la ma-ñana.
Muchos, a la vez, corearon:
—¡A formar! ¡A
formar!
Los inspectores Gallardo y
Romero vieron entonces, sorprendidos, que de pronto decaía
el bullicio y se organizaban las filas antes de concluir el recreo.
Estaban apoyados en la pared, junto a la sala de profesores, frente
a nosotros, y nos miraban nerviosamente. Luego se miraron entre
ellos. En la puerta habían aparecido algunos profesores;
también estaban extrañados.
El inspector Gallardo se aproximó:
—¡Oigan! —gritó,
desconcertado—. Todavía no...
—Calla —repuso alguien, desde
atrás—. ¡Calla, Gallardo, maricón!
Gallardo se puso pálido.
A grandes pasos, con gesto amenazador, invadió las filas.
A su espalda, varios gritaban: “¡Gallardo, maricón!”.
—Marcharemos —dije—. Demos
vueltas al patio. Primero los de quinto.
Comenzamos a marchar. Taconeábamos
con fuerza, hasta dolernos los pies. A la segunda vuelta —formábamos
un rectángulo perfecto, ajustado a las dimensiones del patio—
Javier, Raygada, León y yo principiamos:
—Ho-ra-rio; ho-ra-rio; ho-ra-rio...
El coro se hizo general.
—¡Más fuerte! —prorrumpió
la voz de alguien que yo odiaba: Lu—. ¡Griten!
De inmediato, el vocerío
aumentó hasta ensordecer.
—Ho-ra-rio; ho-ra-rio; ho-ra-rio...
Los profesores, cautamente,
habían desaparecido cerrando tras ellos la puerta de la sala
de estudios. Al pasar los de quinto junto al rincón donde
Teobaldo vendía fruta sobre un madero, dijo algo que
no oímos. Movía las ma- nos, como alentándonos.
“Puerco”, pensé.
Los gritos arreciaban. Pero
ni el compás de la marcha, ni el estímulo de los chillidos,
bastaban para disimular que estábamos asustados. Aquella
espera era angustiosa. ¿Por qué tardaba en salir?
Aparentando valor aún, repetíamos la frase, mas habían
comenzado a mirarse unos a otros y se escuchaban, de cuando en cuando,
agudas risitas forzadas. “No debo pensar en nada”, me decía.
“Ahora no.” Ya me costaba trabajo gritar: estaba ronco y me ardía
la garganta. De pronto, casi sin saberlo, miraba el cielo: perseguía
a un gallinazo que planeaba suavemente sobre el colegio, bajo una
bóveda azul, límpida y profunda, alumbrada por un
disco amarillo en un costado, como un lunar. Bajé la cabeza,
rápidamente.
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Pequeño, amoratado,
Ferrufino había aparecido al final del pasillo que desembocaba
en el patio de recreo. Los pasitos breves y chuecos, como de pato,
que lo acercaban interrumpían abusivamente el silencio que
había reinado de improviso, sorprendiéndome. (La puerta
de la sala de profesores se abre; asoma un rostro diminuto, cómico.
Estrada quiere espiarnos: ve al director a unos pasos; velozmente,
se hunde; su mano infantil cierra la puerta.) Ferrufino estaba frente
a nosotros: recorría desorbitado los grupos de estudiantes
enmudecidos. Se habían deshecho las filas; algunos corrieron
a los baños, otros rodeaban desesperadamente la cantina de
Teobaldo. Javier, Raygada, León y yo quedamos inmóviles.
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—No tengan miedo —dije, pero
nadie me oyó porque simultáneamente había dicho
el director:
—Toque el pito, Gallardo.
De nuevo se organizaron las
hileras, esta vez con lentitud. El calor no era todavía excesivo,
pero ya padecíamos cierto sopor, una especie de aburrimiento.
“Se cansaron —murmuró Javier—. Malo.” Y advirtió,
furioso:
—¡Cuidado con hablar!
Otros propagaron el aviso.
—No —dije—. Espera. Se pondrán
como fieras apenas hable Ferrufino.
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Pasaron algunos segundos de
silencio, de sospechosa gravedad, antes de que fuéramos levantando
la vista, uno por uno, hacia aquel hombrecito vestido de gris. Estaba
con las manos enlazadas sobre el vientre, los pies juntos, quieto.
—No quiero saber quién
inició este tumulto —recitaba. Un actor: el tono de su voz,
pausado, suave, las palabras casi cordiales, su postura de estatua,
eran cuidadosamente afectadas. ¿Habría estado ensayándose
solo, en su despacho?—. Actos como éste son una vergüenza
para ustedes, para el colegio y para mí. He tenido mucha
paciencia, demasiada, óiganlo bien, con el promotor de estos
desórdenes, pero ha llegado al límite...
¿Yo o Lu? Una interminable
y ávida lengua de fuego lamía mi espalda, mi cuello,
mis meji- llas a medida que los ojos de toda la media iban
girando hasta encontrarme. ¿Me miraba Lu? ¿Tenía
envidia? ¿Me miraban los coyotes? Desde atrás, alguien
palmeó mi brazo dos veces, alentándome. El director
habló largamente sobre Dios, la disciplina y los valores
supremos del espíritu. Dijo que las puertas de la dirección
estaban siempre abiertas, que los valientes de verdad debían
dar la cara.
—Dar la cara —repitió;
ahora era autoritario—, es decir, hablar de frente, hablarme a mí.
—¡No seas imbécil!
—dije, rápido—. ¡No seas imbécil!
Pero Raygada ya había
levantado su mano al mismo tiempo que daba un paso a la izquierda,
abandonando la formación. Una sonrisa complaciente cruzó
la boca de Ferrufino y desapareció de inmediato.
—Escucho, Raygada... —dijo.
A medida que éste hablaba,
sus palabras le inyectaban valor. Llegó incluso, en un momento,
a agitar sus brazos, dramáticamente. Afirmó que no
éramos malos y que amábamos el colegio y a nuestros
maestros; recordó que la juventud era impulsiva. En nombre
de todos, pidió disculpas. Luego tartamudeó, pero
siguió adelante:
—Nosotros le pedimos, señor
director, que ponga horarios de exámenes como en años
anteriores... —se calló, asustado.
—Anote, Gallardo —dijo Ferrufino—.
El alumno Raygada vendrá a estudiar la próxima semana,
todos los días, hasta las nueve de la noche. —Hizo una pausa—.
El motivo figurará en la libreta: por rebelarse contra una
disposición pedagógica.
—Señor director... —Raygada
estaba lívido.
—Me parece justo —susurró
Javier—. Por bruto.

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II
Un rayo de sol atravesaba el
sucio tragaluz y venía a acariciar mi frente y mis ojos,
me invadía de paz. Sin embargo, mi corazón estaba
al- go agitado y a ratos sentía ahogos. Faltaba
media hora para la salida; la impaciencia de los muchachos había
decaído un poco. ¿Responderían, después
de todo?
—Siéntese, Montes —dijo
el profesor Zambrano—. Es usted un asno.
—Nadie lo duda —afirmó
Javier, a mi costado—. Es un asno.
¿Habría llegado
la consigna a todos los años? No quería martirizar
de nuevo mi cerebro con suposiciones pesimistas, pero a cada momento
veía a Lu, a pocos metros de mi carpeta, y sentía
desasosiego y duda, porque sabía que en el fondo iba a decidirse,
no el horario de exámenes, ni siquiera una cuestión
de honor, sino una venganza personal. ¿Cómo descuidar
esta ocasión feliz para atacar al enemi-go que había
bajado la guardia?
—Toma —dijo a mi lado, alguien—.
Es de Lu.
“Acepto tomar el mando,
contigo y Raygada.”
Lu había firmado dos veces. Entre sus nombres, como un pequeño
borrón, aparecía con la tinta brillante aún,
un signo que todos respetábamos: la letra C, en mayúscula,
encerrada en un círculo negro. Lo miré: su frente
y su boca eran estrechas; tenía los ojos rasgados, la piel
hundida en las mejillas y la mandíbula pronunciada y firme.
Me observaba seriamente; acaso pensaba que la situación le
exigía ser cordial.
En el mismo papel respondí:
“Con Javier.” Leyó sin inmutarse y movió la cabeza
afirmativamente.
—Javier —dije.
—Ya sé —respondió—.
Está bien. Le haremos pasar un mal rato.
¿Al director o a Lu?
Iba a preguntárselo, pe-ro me distrajo el silbato que anunciaba
la salida. Simultáneamente se elevó el griterío
sobre nuestras cabezas, mezclado con el ruido de las carpetas removidas.
Alguien —¿Córdoba, quizá?— silbaba con fuerza,
como queriendo destacar.
—¿Ya saben? —dijo Raygada,
en la fila—. Al Malecón.
—¡Qué vivo! —exclamó
uno—. Está enterado hasta Ferrufino.
Salíamos por la puerta
de atrás, un cuarto de hora después que la primaria.
Otros lo habían hecho ya, y la mayoría de alumnos
se había detenido en la calzada, formando pequeños
grupos. Discutían, bromeaban, se empujaban.
—Que nadie se quede por aquí
—dije.
—¡Conmigo los coyotes!
—gritó Lu, orgulloso.
Veinte muchachos lo rodearon.
—Al Malecón —ordenó—,
todos al Malecón.
Tomados de los brazos, en una
línea que unía las dos aceras, cerramos la marcha
los dequinto, obligando a apresurarse a los menos entusiastas a
codazos.
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Una brisa tibia, que no lograba
agitar los secos algarrobos ni nuestros cabellos, llevaba de un
lado a otro la arena que cubría a pedazos el suelo calcinado
del Malecón. Habían respondido. Ante nosotros —Lu,
Javier, Rayga-da y yo—, que dábamos la espalda a la baranda
y a los interminables arenales que comenzaban en la orilla contraria
del cauce, una muchedumbre compacta, extendida a lo largo de toda
la cuadra, se mantenía serena, aunque a veces, aisladamente,
se escuchaban gritos estridentes.
—¿Quién habla?
—preguntó Javier.
—Yo —propuso Lu, listo para
saltar a la baranda.
—No —dije—. Habla tú,
Javier.
Lu se contuvo y me miró,
pero no estaba enojado.
—Bueno —dijo; y agregó,
encogiendo los hombros—: ¡Total!
Javier trepó. Con una
de sus manos se apoyaba en un árbol encorvado y reseco y
con la otra se sostenía de mi cuello. Entre sus piernas,
agitadas por un leve temblor que desaparecía
a medida que el tono de su voz se hacía convincente y enérgico,
veía yo el seco y ardiente cauce del río y pensaba
en Lu y en los coyotes. Había sido suficiente apenas un segundo
para que pasara a primer lugar; ahora tenía el mando y lo
admiraban, a él, ratita amarillenta que no hacía seis
meses imploraba mi permiso para entrar en la banda. Un descuido
infinitamente pequeño, y luego la sangre, corriendo en abundancia
por mi rostro y mi cuello, y mis brazos y piernas inmovilizados
bajo la claridad lunar, incapaces ya de responder a sus puños.
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—Te he ganado —dijo, resollando—.
Ahora soy el jefe. Así acordamos.
Ninguna de las sombras estiradas
en círculo en la blanda arena, se había movido. Sólo
los sapos y los grillos respondían a Lu, que me insultaba.
Tendido todavía sobre el cálido suelo, atiné
a gritar:
—Me retiro de la banda. Formaré
otra, mucho mejor.
Pero yo y Lu y los coyotes
que continuaban agazapados en la sombra, sabíamos que no
era verdad.
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—Me retiro yo también
—dijo Javier.
Me ayudaba a levantarme. Regresamos
a la ciudad, y, mientras caminábamos por las calles vacías,
yo iba limpiándome con el pañuelo de Javier la sangre
y las lágrimas.
—Habla tú ahora —dijo
Javier. Había bajado y algunos lo aplaudían.
—Bueno —repuse y subí
a la baranda.
Ni las paredes del fondo, ni
los cuerpos de mis compañeros hacían sombra. Tenía
las manos húmedas y creí que eran los nervios, pero
era el calor. El sol estaba en el centro del cielo; nos sofocaba.
Los ojos de mis compañeros no llegaban a los míos:
miraban el suelo y mis rodillas. Guardaban silencio. El sol me protegía.
—Pediremos al director que
ponga el horario de exámenes, lo mismo que otros años.
Raygada, Javier, Lu y yo formamos la comisión. La media está
de acuerdo, ¿no es verdad?
La mayoría asintió,
moviendo la cabeza. Unos cuantos gritaron: “Sí, sí”.
—Lo haremos ahora mismo —dije—.
Ustedes nos esperarán en la plaza Merino.
Echamos a andar. La puerta
principal del colegio estaba cerrada. Tocamos con fuerza; escuchábamos
a nuestra espalda un murmullo creciente. Abrió el inspector
Gallardo.
—¿Están locos?
—dijo—. No hagan eso.
—No se meta —lo interrumpió
Lu—. ¿Cree que el serrano nos da miedo?
—Pasen —dijo Gallardo—. Ya
verán.
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*Vargas
Llosa, Mario, “Los Jefes”, en Del aula y sus muros, Antología
de Alicia Molina, México, sep-Caballito, 1985.
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