Andanzas
en la Sierra Tarahumara*
Graziela
Altamirano
E
n
gran parte de la Sierra Madre Occidental, en el estado de Chihuahua,
han vivido por muchos años los tarahumaras. Éste es
uno de los diversos grupos indígenas de México. En
una de las regiones más altas de la sierra hay una gran planicie
rodeada de bosques de pinos y encinos, quebrada por profundos cañones
y regada por abundantes ríos que se dispersan en infinidad
de arroyos y bellísimas cascadas que forman un espléndido
paisaje.
En medio de una región de manantiales y riachuelos se encuentra
un pequeño pueblo llamado Guachochi, nombre que significa
lugar de garzas azules, porque allí habitan numerosas
aves acuáticas.
A
finales del siglo pasado Guachochi era un pueblo, como otros de
la sierra, habitado principalmente por indios tarahumaras que mantenían
una mezcla de creencias entre su religión y la que les predicaron
los misioneros jesuitas durante la época de la colonización
española. Hasta allí habían llegado los misioneros
a enseñar a los indios la religión cristiana y nuevas
costumbres para vivir mejor, como son el uso de animales domésticos,
del arado y algunos cultivos de frutales y diversas semillas. Sin
embargo, muchos tarahumaras vivían aún en cuevas,
en las laderas de los montes o en los cañones solitarios,
y mantenían intactas sus propias tradiciones y creencias
religiosas.

En la entrada del pueblo de Guachochi, donde corría un arroyo
con aguas cristalinas y crecía un conjunto de frondosos pinos,
unas cuantas casitas de madera parecían cobijarse a la sombra
de aquellos imponentes árboles. En una de estas chozas vivía
Juaní, un pequeño tarahumara.
Juaní
era un muchacho de doce años, inteligente, vivaracho y en
continua actividad. Como todos los de su raza tenía la piel
color de chocolate claro y llevaba el cabello largo, pero algo lo
hacía diferente a los demás: sus ojos, muy brillantes
y avispados.
Era delgado, pero fuerte y resistente y, a pesar de su corta edad,
ya era un excelente corredor como todos los tarahumaras, quienes
se han llamado así mismos rarámuri, que quiere
decir los de los pies ligeros. Los hombres de esta tribu
han sido reconocidos como los mejores corredores de resistencia.
Además
de la lengua tarahumara Juaní sabía hablar el español,
pues lo había aprendido en una escuelita para indios que
se había establecido cerca de Guachochi; ahí acudía,
junto con otros chicos, a aprender a leer y escribir.
Juaní
jugaba con los demás niños de la aldea al tiro al
blanco con arcos y flechas que ellos mismos construían. También
participaba en competencias de carreras como las que hacían
los grandes de la tribu. Pero el juego que más le gustaba
era el de la taba, que se jugaba con huesitos de venado o de cabra
que se arrojaban al suelo y según la posición en que
ca- yeran tenían un valor diferente. El niño que alcanzaba
más puntos ganaba granitos de maíz, Juaní pasaba
largas horas jugando a la taba, y con frecuencia llegaba a su casa
con los puños llenos de maíz.
Por
ser el mayor de los hermanos, Juaní tenía que ayudar
a su padre en la siembra y co-secha de maíz y acompañarlo
a cazar venados y ardillas, mientras su madre se quedaba con los
más pequeños haciendo la comida y tejiendo frazadas
y ceñidores de vistosos colores.
Cuando
no jugaba con los otros chicos o acompañaba a su padre a
cazar, Juaní cuidaba las cabras de la familia y se sentaba
debajo de un árbol con el violín que su papá
tocaba en las ceremonias del pueblo. El violín era un instrumento
musical muy conocido entre los tarahumaras y a Juaní le gustaba
mucho.
Andrés
el adivino
Juaní
había crecido en una familia muy respetada en el pueblo,
ya que su abuelo Andrés era un famoso curandero y adivino
a quien acudía la gente de la aldea cuando se enfermaba.
Además, como era uno de los principales sacerdotes, dirigía
las ceremonias y los bailes que se efectuaban en tiempos de sequía
para pedir la lluvia al Padre Sol y a la Madre Luna. La danza para
los tarahumaras era algo muy serio y de gran ceremonia. Más
que una diversión, era una especie de culto y de encantamiento.
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A Juaní
le gustaba acompañar a su abuelo como ayudante en las curaciones
y, cuando había bailes especiales, permanecía cerca
de él sin perder detalle de la ceremonia.
Andrés tenía un aspecto singular y misterioso. La
blancura de sus cabellos, las arrugas de su rostro y lo poblado
de sus blancas cejas le daban un aire enigmático. Era reservado,
solitario y hablaba poco, pero con Juaní actuaba de otra
manera. Sabía bien que el brillo de los ojos chispeantes
de Juaní, su mirada atenta y penetrante, lo hacía
un niño diferente a los demás.
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El
abuelo Andrés sabía que si Juaní seguía
sus enseñanzas, algún día podría tomar
su lugar como adivino y curandero. Como Juaní tenía
ya 12 años, empezaba a enseñarle los secretos sobre
los mensajes que enviaban los dioses a los tarahumaras y los poderes
que la naturaleza ejercía para comunicarse con ellos.
Una
tarde calurosa de junio, en que la temporada de secas se había
prolongado y comenzaba a hacer estragos en las siembras por la falta
de agua, Juaní acompañó a su abuelo a hacer
una curación en la aldea cercana. Cuando regresaban vieron
que el tiempo empezaba a cambiar y una negra masa de nubes se aproximaba
presagiando tormenta. A Juaní le brillaron los ojos más
que nunca y le gritó al abuelo.
¡Mira,
la lluvia viene! ¡La lluvia viene!
El viejo, gran conocedor de los fenómenos naturales y del
curso de los vientos, se dio cuenta de que los negros nubarrones
saturados de agua sólo pasarían a toda velocidad,
empujados por el viento que los llevaba a lugares más lejanos.
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Parece
que Tata Dios no quiere mandar la lluvia, hijo. Últimamente
está muy enojado dijo el abuelo.
Los
ojos de Juaní se opacaron.
¿Por qué había de estarlo? preguntó.
No sé respondió el viejo, quizá
porque no muy lejos de aquí, los blancos han traído
esos grandes gusanos de larga lengua y crecida barba que echan humo
y dejan a los indios fuera de la vista de Tata Dios, que ya no los
puede cuidar. Tal vez por eso Tata Dios se enojó y no envía
las lluvias.
El
abuelo se refería al ferrocarril que, por aquel entonces,
empezaba a extenderse por la sierra de Chihuahua. En ese tiempo,
se construían vías en todo México para comunicar
a las grandes ciudades y transportar productos hasta los lugares
más apartados. En el pasado, los blancos habían despojado
a los tarahuma-ras de sus tierras para cultivarlas; ahora los indios
veían que también se las quitaban para que pasara
el ferrocarril.
Hay
tiempos malos cuando los dioses se enojan y no mandan la lluvia
continuó el viejo, entonces la Luna, que es la
encargada de hacer llover, se enferma y no puede cumplir su tarea
porque los dioses están enojados. Es preciso curarla cuanto
antes, ya que mientras siga enferma no va a llover, ni van a brillar
las estrellas en la noche, porque reciben la luz de la Luna, y el
mundo se pondrá triste.
Juaní
sabía que el abuelo no sólo curaba a los hombres de
la tribu y a los animales, sino que también podía
curar a la Luna y al Sol, si éstos se enfermaban.
¿Entonces,
vamos a hacer yumari? pre-guntó Juaní.
Sí,
hijo contestó el abuelo, esta noche vamos a hacer
yumari.
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La
danza y la lluvia
El
yumari es uno de los bailes más importantes de los
tarahumaras. Se efectúa durante una no-che entera para ayudar
al Padre Sol y a la Madre Luna a producir la lluvia. En esta danza
se imitan los movimientos de los venados, que también están
muy interesados en que llueva.
El
viejo dijo a Juaní que los animales habían enseñado
a bailar a los tarahumaras y le explicó que no eran seres
inferiores, sino que entendían de magia y ayudaban a atraer
la lluvia.
En
la primavera le dijo, el gorjeo de los pájaros,
el arrullo de las palomas, el canto de las ranas, el chirrido de
los grillos y los mil ruidos que emiten los habitantes del bosque,
son peticiones a los dioses para que envíen el agua, ¿qué
otra razón tendrían para cantar? También los
venados saltan y hacen cabriolas para llamar la atención
de los dioses y que éstos se pongan contentos y hagan llover.
Durante
el regreso a su casa, Juaní permaneció callado reflexionando
sobre las palabras del abuelo y contemplando las nubes que formaban
un desfile de animales fantásticos que danzaban en el cielo.
Esa
noche se reunió el pueblo para bailar. Todo estaba preparado:
habían elevado una cruz y encendido una gran hoguera.

A la
hora fijada, después de la puesta del sol, el viejo Andrés
sacudió una sonaja para avisar a los dioses que el baile
iba a comenzar. Acto seguido, se puso a dar vueltas alrededor de
la cruz, canturreando y marchando al compás de la sonaja
que movía de abajo hacia arriba; dio la vuelta ceremonial
deteniéndose por unos segundos en cada uno de los puntos
cardinales, y después comenzó su danza. Poco a poco
fueron uniéndose hombres, mujeres y niños que habían
acudido a tan importante reunión.
El
yumari consistía en pasos cortos hacia adelante y
hacia atrás, en una marcha cerrada. Los indios, envueltos
en sus frazadas, se alineaban a ambos lados del adivino, tocándose
con los hombros y fijos los ojos en el suelo. Las mujeres danzaban
por separado detrás de los hombres. De este modo, todos avanzaban
y retrocedían, formando una curva alrededor de la cruz.
Juaní
no estaba con los otros niños de su edad que también
danzaban lejos de los mayores. Trataban de estar lo más cerca
posible del abuelo y, aunque ya había participado en ceremonias
similares, la de esta noche era muy especial. El fuego iluminaba
en forma extraña a todos los danzantes que parecían
flotar en el aire, mientras repetían los cantos acompañados
en una atmósfera de singular encanto.
Los
cantos del yumari decían que el grillo quería
bailar, que la rana quería bailar y brincar, que la garza
azul quería pescar, que la lechuza y la tórtola estaban
bailando y la zorra gris aullaba, de tal forma que pronto comenzarían
las aguas.
La
danza continuó sin interrupción durante horas y horas
con aquel movimiento rítmico y regular dirigido por el adivino,
que sacudía su sonaja con entusiasmo y energía golpeando
con el pie derecho contra el suelo, como para poner énfasis
en las palabras que salían de su boca con voz fuerte y resonante.
Con su fervor se empeñaba en sacar a los dioses de su indiferencia.
Mientras
los grandes bailaban, los niños empezaron a cansarse y se
fueron quedando dormidos uno a uno. Juaní, aunque se esforzó
en permanecer despierto, también se durmió debajo
de un árbol mientras pensaba que el Lucero de la Mañana
miraba bailar a sus hijos, los tarahumaras de la sierra, y enviaba
sus últimos rayos sobre la fantástica escena, antes
de la llegada del astro del día: el Padre Sol.

Los grandes continuaron con la segunda parte de la ceremonia, que
se efectuaba cuando el primer rayo de la rosada aurora anunciaba
la llegada del sol. Entonces dejaron de bailar, ofrecieron a los
dioses la comida que habían preparado y las jícaras
llenas de tesgüino, una bebida muy importante para ellos
hecha con maíz y parecida a la cerveza. Después todos
se pusieron a comer y a beber tesgüino.
Cuando
Juaní despertó, todo había terminado. Ya no
vio al abuelo. Seguramente se había retirado a su solitaria
casa en la montaña. Muchos seguían bebiendo tesgüino
y otros ya se habían embriagado con sus efectos; Juaní
y su familia se encaminaron a casa.
Pasaron
varios días y la lluvia no hacía su aparición.
Todo continuaba seco y triste. Entonces la gente del pueblo decidió
consultar al adivino Andrés sobre la conveniencia de hacer
otro yumari, y éste dio su consentimiento para que
se llevaran a cabo los preparativos.
* Altamirano,
Graziela, Andanzas en la Sierra Tarahumara, México, sep/Instituto
Mora (Colección el tiempo vuela), 1994.
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