¿Qué pasaría si un día cada uno de los
miembros de su familia decidiera
hacer el trabajo de otro?
¿Cómo se las arreglarían
para trabajar, cocinar,
estudiar y hacer
arreglos en la casa?
¿Serían capaces de
desempeñar las
nuevas tareas
correctamente?
He aquí la historia
de una familia que
se atrevió a hacerlo.
Adaptación de El bolso amarillo* Lygia Bojunga Nunes

¡Hola! Me llamo Raquel, quiero contarles lo que me sucedió una ocasión que llevé mi paraguas a componer en una tienda llamada La casa de los arreglos. Este lugar tenía cuatro divisiones. En una estudiaba una niña de mi edad, en otra un hombre arreglaba un reloj; una mujer guisaba en la tercera y en la última, un viejo reparaba una olla. Tomé el paraguas y se lo enseñé al hombre:

—¿Usted me podría arreglar este paragüas?
—Claro que sí. Casi todo tiene arreglo.
—¿En cuánto tiempo estará listo?

Cuando iba a responderme empezó a sonar un reloj inmenso que colgaba de la pared y daba las horas con música: era una melodía tan agradable, que todos dejaron lo que estaban haciendo y se pusieron a bailar en el centro de la casa.

Daban pasos increíbles, reían, cantaban, cada uno parecía divertirse más que el otro. De repente, la música se interrumpió. Y entonces todos pararon al mismo tiempo que la música.

Ahora cada uno estaba parado ante otra de las divisiones. El hombre junto a la cocina, el viejo frente a la mesa con el mapa, la niña al lado del paraguas y la mujer cerca de los instrumentos para soldar.
Sin decirse nada, comenzaron a trabajar: el hombre ahora siguió guisando, el viejo abrió un libro y se puso a estudiar, la mujer comenzó a soldar la cacerola y la niña revisó el paraguas y me preguntó:
—¿Tienes prisa?
—Hmm, hmm.
—Entonces mañana estará listo.

Pero no me moví del lugar, tenía ganas de comprender mejor a aquella gente. Señalé al hombre:
—¿Es tu padre?
—Sí —entonces me presentó a los tres—: mi padre, mi madre y mi abuelo.
Me dirigieron una sonrisa simpática, y susurré a la niña:
—¿Por qué está guisando tu padre?
Me miró sorprendida.
—¿Qué dices?
Pregunté más bajo aún:
—¿Por qué está guisando él y tu madre soldando la cacerola?
—Porque hoy ella ha guisado ya bastante, y él ha arreglado un montón de cosas; también yo he estudiado lo suficiente, y mi abuelo ha soldado mucho: había que cambiarlo todo.
—¿Por qué?
—Para que nadie crea que está haciendo la misma cosa demasiado tiempo. Y para que a nadie le parezca que hace algo menos agradable que el otro.
—¿Quién decide todo? ¿Quién es el jefe?— pregunté.
—¿Jefe?
—Sí, el jefe de la casa. ¿Quién es? ¿Tu padre o tu abuelo?
—Pero ¿por qué haría falta un jefe?
—Bueno, para tomar las decisiones, para decidir lo que cada uno ha de hacer.
—Cada uno hace lo que más le gusta. Los libros están ahí; elegimos los que queremos.
—Pero... ¿y lo demás?
—¿El qué?
—¿No hay siempre montones de cosas para decidir? ¿Quién las decide?
—Los cuatro. Para eso, todos los días tenemos una hora reservada para decirlo todo.
En una familia,
todos los miembros tienen derecho
a opinar.

Así como hace un rato tuvimos la hora de juego. Decidimos cómo enfrentar unos problemas, lo que gastaremos en ropa, comida, libros, todas esas cosas. Cada uno da su opinión. Y se hace lo que a la mayoría le parece mejor.

—¿También puedes dar tu opinión?
—¡Claro!, también vivo aquí, también estudio, también guiso y arreglo cosas. Aquí todos tenemos derecho de dar nuestra opinión.
—¿De verdad?
—¿Por qué ha de ser diferente?
Entonces, el reloj sonó otra vez. El padre se puso muy contento y gritó:
—¡A comer! La comida está lista —abrió el horno y sacó el bizcocho. Preguntó si me gustaría comer con ellos, y acepté de inmediato.

Actualmente, las distintas tareas que se llevan a cabo en una familia pueden alternarse entre sus miembros, así todos contribuyen haciendo un poco de todo.
 
 
  * Bojunga Nunes, Lygia. El bolso amarillo. Ed. Espasa Calpe, pp. 119-129, Madrid, España, 1988.  
 


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