En su lecho de muerte, aquel campesino sufría porque sus cuatro hijos eran unos haraganes y codiciosos todo lo contrario a él. Antes de morir, los reunió y les dijo:

—Hijos míos: les dejo un gran tesoro, caven en la tierra y no tardarán en localizarlo.

Una vez que sepultaron al padre, los hijos se dirigieron al vasto campo heredado y empezaron a cavar con desesperación, a lo largo y ancho, sin que encontraran nada del oro dejado por el padre.

Al no encontrar nada, cansados por tanta búsqueda, los hijos notaron que la tierra había sido barbechada debido a la gran cantidad de excavaciones hechas.

Creo que el viejo nos engañó —dijo un hermano—, sin embargo, vean cómo quedó la tierra; con tantos pozos parece que abre sus manos para que le demos semillas: ¿Por qué no sembramos?

La propuesta fue aceptada y los cuatro hermanos optaron por sembrar trigo. Resultó una exitosa cosecha, abundante y de calidad.

Su venta les redituó magníficas ganancias.

Pasó el tiempo, transcurrieron muchos años y ellos seguían cavando y después continuaban sembrando, hasta que un día se percataron de que eran muy ricos, como consecuencia de su trabajo, aun cuando no hubiesen encontrado las riquezas que ellos imaginaban.

Fue entonces cuando comprendieron que su padre, a través de esa manera inteligente, los había hecho unos campesinos honestos, honrados y trabajadores. Entendieron que la verdadera riqueza estaba en la tierra; que ésta, era el tesoro mismo.