El pasado de la industria*.
—¿Mamá? La voz de su hijo la sacó de sus pensamientos... —¿Puedo ir a ver a la Jesusa? María sonrió. Por un momento se había olvidado del niño que corría tras ella. —Claro, Pedrito,... nada más no me vaya a llegar tarde a la casa, ¿eh? La Jesusa era una mula que Pedro conocía desde chico. En una mala época en que se sacó poco mineral del viejo hoyo de la mina, su padre la tuvo que vender, para poder atender sus gastos. Desde entonces Pedrito iba todos los días a verla. Subido en un árbol, que daba al patio de la hacienda, la observaba. Don Pancho, el más viejo de todos los trabajadores de la mina, le había explicado que las mulas eran de mucha utilidad para obtener la plata pura... Mira, hijo,...—le explicó un día que lo vio llorar porque la mula en lugar de correr libremente por el campo, iba y venía pisando piedras en un patio—, piensa que sin la ayuda de Jesusa y sus amigas ninguno de nosotros obtendríamos nuestra porción de plata y entonces, ¿quién nos daría para comer? Las mulas son indispensables. Tú sabes, muchacho, que aquí en la hacienda se usa el método de patio... En él, las mulas trituran el mineral que han sacado los hombres, en el molino de pisones, hasta reducirlo casi a polvo en el arrastre. Los recuerdos de Pedrito se interrumpieron: unos gritos lo hicieron volver a la realidad. —¡Llamen al doctorcito! Se ha caído uno de los tenateros. ¡Llamen al doctorcito! Pedrito sintió que se le caía el mundo encima. En un dos por tres bajó del árbol y salió corriendo a ver quién era el accidentado... —¡Mientras no haya sido mi papá! —pensaba. Unas horas más tarde, María acariciaba la frente de Juan que dormía. “¡Pobre! ¡Cuánto le ha de doler su pierna! Ojalá y el doctorcito tenga razón y se componga...!” —¿Mamá? —dijo Pedrito en voz baja desde la entrada—. ¿Cómo está mi papá? —Dormido, pequeño —respondió María, acercándose a él—. Dice el doctor que no se va a poder mover en un buen tiempo. Ni modo, tendremos que darle más duro que de costumbre. Habrá que ir al mercado a ver qué podemos vender... Luego, mirando dulcemente al niño, le preguntó: —¿Y usted qué tal? ¿Cómo va del susto? —¡Ay, mamá! —dijo el niño echándose a llorar—. Cuando llegué a la mina y vi que entre mi padrino y José sacaban a mi papá... ¡Creí que me caía!... Y me explicaron que se había roto la escalerilla del tiro de la mina... ¡Me dieron unas ganas de gritarle algo al patrón! María sonrió mientras le daba un beso a su hijo en la cabeza. “Desde luego que el patrón merecía que se le dijera algo”, pensaba. “No era la primera vez que un tenatero se accidentaba. Con lo peligroso que era subir por la escalera de madera con todo el mineral sobre la espalda, ¡no era para menos!”. —¡Ya podrían inventar algo estos mineros! —dijo en voz alta—. Tal vez, las mulas podrían sacar de alguna manera la carga. ¡Y pensar que, al caer, por poquito y se entierra el zapapico de hierro con que José golpea la piedra para tumbar el mineral! Con eso de que lo dejó recargado a los pies de la escalerilla...—En fin —comentó—. Ya sabía yo que no era un buen día. ¡Esperemos que mañana sea mejor! Y, cargando a Pedrito, que se había quedado dormido, entró en la casa. El Sol se había escondido ya entre los montes, tal vez un poco apenado por la situación. Pero había conseguido que las nubes también se fueran. La Luna pintaba de blanco las figuras que bordeaban la vereda.
*Lina García. “Un día en la mina”, Chispa, México, año VI, núm. 61, abril 1986, pp 16 y 17. |
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