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Juan Rulfo
 cuérdate
de Urbano Gómez, hijo de don Urbano, nieto de Dimas, aquél
que dirigía las pastorelas y que murió recitando el rezonga
ángel maldito cuando la época de la influencia. De
esto hace ya años, quizá quince. Pero te debes acordar de
él. Acuérdate que le decíamos el Abuelo por aquello
de que su otro hijo, Fidencio Gómez, tenía dos hijas muy
juguetonas: una prieta y chaparrita, que por mal nombre le decían
la Arremangada, y la otra que era rete alta y que tenía los ojos
zarcos y que hasta se decía que ni era suya y que por más
señas estaba enferma del hipo. Acuérdate del relajo que
armaba cuando estábamos en misa y que a la mera hora de la Elevación
soltaba su ataque de hipo, que parecía como si estuviera riendo
y llorando a la vez, hasta que la sacaban afuera y le daban tantita agua
con azúcar y entonces se calmaba. Ésa acabó casándose
con Lucio Chico, dueño de la mezcalera que antes fue de Librado,
río arriba, por donde está el molino de linaza de los Teódulos.
Acuérdate
que a su madre le decían la Berenjena porque siempre andaba
metida en líos y de cada lío salía con un muchacho.
Se dice que tuvo su dinerito, pero se lo acabó en los entierros,
pues todos los hijos se le morían de recién nacidos y siempre
les mandaba cantar alabanzas, llevándolos al panteón entre
músicas y coros de monaguillos que cantaban hosanas
y glorias y la canción esa de ahi te mando Señor
otro angelito. De eso se quedó pobre, porque le resultaba
caro cada funeral, por eso de las canelas que les daba a los invitados
del velorio. Sólo le vivieron dos, el Urbano y la Natalia, que
ya nacieron pobres y a los que ella no vio crecer, porque se murió
en el último parto que tuvo ya de grande, pegada a los cincuenta
años.
La debes haber conocido, pues era realegadora y cada rato andaba en pleito
con las marchantas en la plaza del mercado porque le querían dar
muy caros los jitomates, pegaba de gritos y decía que la estaban
robando. Después, ya de pobre, se le veía rondando entre
la basura, juntando rabos de cebolla, ejotes ya sancochados y alguno que
otro cañuto de caña para que se les endulzara la boca
a sus hijos. Tenía dos, como ya te digo, que fueron los únicos
que se le lograron. Después no se supo ya de ella.
Ese Urbano Gómez era más o menos de nuestra edad, apenas
unos meses más grande, muy bueno para jugar a la rayuela y para
las trácalas. Acuérdate que nos vendía clavelinas
y nosotros se las comprábamos, cuando lo más fácil
era ir a cortarlas al cerro. Nos vendía mangos verdes que se robaba
del mango que estaba en el patio de la escuela y naranjas con chile que
compraba en la portería a dos centavos y que luego nos las revendía
a cinco. Rifaba cuanta porquería y media traía en la bolsa:
canicas ágatas, trompos y zumbadores y hasta mayates verdes, de
esos a los que se les amarra un hilo en una pata para que no vuelen muy
lejos.
Nos traficaba a todos, acuérdate.
Era cuñado de Nachito Rivera, aquél que se volvió
menso a los pocos días de casado y que Inés, su mujer, para
mantenerse tuvo que poner un puesto de tepache en la garita del camino
real, mientras Nachito se vivía tocando canciones todas desafinadas
en una mandolina que le prestaban en la peluquería de don Refugio.
Y nosotros íbamos con Urbano a ver a su hermana, a beber el tepache
que siempre le quedábamos a deber y que nunca le pagábamos
porque nunca teníamos dinero. Después hasta se quedó
sin amigos, porque todos, al verlo, le sacábamos la vuelta para
que no fuera a cobrarnos.
Quizá entonces se volvió malo, o quizá ya era de
nacimiento.
Lo expulsaron de la escuela antes del quinto año, porque lo encontraron
con su prima la Arremangada jugando a marido y mujer detrás
de los lavaderos, metidos en un aljibe seco. Lo sacaron de las orejas
por la puerta grande entre la risión de todos, pasándolo
por en medio de una fila de muchachos y muchachas para avergonzarlo. Y
él pasó por allí, con la cara levantada, amenazándonos
a todos con la mano y como diciendo: ya me las pagarán caro.
Y después a ella, que salió haciendo pucheros y con la mirada
raspando los ladrillos, hasta que ya en la puerta soltó el llanto;
un chillido que se estuvo oyendo toda la tarde como si fuera un aullido
de coyote.
Sólo que te falle mucho la memoria, no te has de acordar de eso.
Dicen que su tío Fidencio, el del trapiche, le arrimó una
paliza que por poco y lo deja parálisis, y que él, de coraje,
se fue del pueblo.
Lo cierto es que no lo volvimos a ver sino cuando apareció de vuelta
por aquí convertido en policía. Siempre estaba en la plaza
de armas, sentado en una banca con la carabina entre las piernas y mirando
con mucho odio a todos. No hablaba con nadie. Y si uno lo miraba, él
se hacía el desentendido como si no conociera a la gente.
Fue entonces cuando mató a su cuñado, el de la mandolina.
Al Nachito se le ocurrió ir a darle una serenata, ya de noche,
poquito después de las ocho y cuando todavía estaban tocando
las campanas el toque de Ánimas. Entonces se oyeron los gritos,
y la gente que estaba en la iglesia rezando el rosario salió a
la carrera y allí los vieron: al Nachito defendiéndose patas
arriba con la mandolina y al Urbano mandándole un culatazo tras
otro con el máuser, sin oír lo que le gritaba la gente,
rabioso como perro del mal. Hasta que un fulano que no era ni de por aquí se desprendió
de la muchedumbre y fue y le quitó la carabina y le dio con ella
en la espalda, doblándolo sobre la banca del jardín donde
se estuvo tendido.
Allí lo dejaron pasar la noche. Cuando amaneció se fue.
Dicen que antes estuvo en el curato y que hasta le pidió la bendición
al padre cura, pero que él no se la dio.
Lo detuvieron en el camino. Iba cojeando, y mientras se sentó a
descansar llegaron a él. No se opuso.
Dicen que él mismo se amarró la soga en el pescuezo y que
hasta escogió el árbol que más le gustaba para que
lo ahorcaran.
Tú te debes acordar de él, pues fuimos compañeros
de escuela y lo conociste como yo.
Rulfo, Juan,
El llano en llamas, México, F. C. E., Colección Popular 1,
1994, pp. 140-144.
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