Los arrieros del agua

Cuando vi que los bailadores saltaban dando gritos, con la sonaja en la mano y el sudor chorreándoles bajo la máscara, sentí como si me fuera a morir de repente y todo lo vivido se acumulara de golpe.

Así me imaginé la forma en que debí nacer; y al ir trayendo mis pasos, caí en cuenta que es inútil pedir más porque todo fue como debía, alegre o triste. Estuve en la cárcel penando y gocé la libertad que quise. Tuve madre y la perdí, tuve padre y apenas me acuerdo de él. Me crié con cuatro hermanos, tuve esposa, suegros de buena pieza, y un hijo que siempre estuvo y ahora comienza a irse.

Creo que tengo sesentiocho años, pero no puedo dar fe. De lo que sí atestiguo es que nacimos tan pobres que mi mamá me tuvo que entregar con mi padrino, Galdino Santiago, un viejo malencarado que se dedicaba a la arriería. Él me educó a punta de lazo, con peor trato que a sus mulas, y toda la escuela que tuve fue el camino de herradura que va de Comitán a Chicomuselo; y de ahí a la costa, atravesando la sierra.

Me faltaron amigos, porque desde los nueve años que entré al oficio hasta los veintitrés que lo abandoné, solamente mis cinco compañeros se dieron cuenta de mi cambio a hombre; las confianzas se me fueron perdiendo en el crecer y los golpes recibidos me criaron el recelo, que tiene por malos hijos la boca callada y el pensamiento juilón.

Hasta los trece años fui sufridor, que así se llama al que aguanta la carga cuando se le ajusta a la bestia y sirve en las tareas más ingratas. Me pagaban veinticinco centavos diarios y la comida, que nunca sobraba, ya que mi padrino era sabio para tantear las raciones de sus mantenidos y en exigir que no se tirara ni un grano de arroz, que de la sobra puede venir la envidia.

Nos levantábamos a las dos de la madrugada para que la caminata fuera durante el fresco, y llegar así a la estación de descanso a eso de las ocho cuando el calorcito empieza a picar. A la hora ya estábamos de nuevo en marcha... Dieciocho días duraba un viaje de ésos, y después de tres de reposo nos devolvíamos cargando manteca, petate, latas de aguardiente que teníamos prohibido abrir; granos, petróleo y parafina, rejas de cerveza y hasta alambre que, asegún las regiones, así eran los productos que lográbamos.

Por todas esas cosas que pasé, no me gusta ver llorar a los pichis y tampoco que hagan sufrir de vicio a los animales. Pero que traten mal a los chiquillos sí me subleva. Será tal vez por la impresión que tuve cuando ya era hombrecito, que me hizo entender la soledad de mi crianza.

Tampoco me gustan las despedidas. No me gustan. Quizá porque me pasé la juventud diciendo adiós, y sólo de viejo supe lo que era que se despidan de uno. Como sentir el lado contrario del garrote.

Carlos Navarro, Los arrieros del agua, Katún, México, 1984.
(fragmento del capítulo I).