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Cuentos de Perrault. "La Cenicienta". Editorial
Porrúa,
México, 1979, "Sepan Cuántos..." Núm. 263, pp. 101-106 |
Érase una vez un hidalgo que casó
en segundas nupcias
con la señora
más orgullosa y antipática
de toda
la comarca, la cual tenía dos hijas
que se parecían
en
todo a su madre.
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El marido tenía, por su parte, una hija de menor
edad de una bondad y dulzura sin par; se parecía
a su difunta madre, que había sido la mujer
más buena del mundo. |
Apenas celebrado el segundo matrimonio, la
madrastra empezó a sentir celos de las buenas
cualidades de la muchacha que hacían que sus
hijas fueran más odiosas. Así, cargó sobre los
hombros de la hijastra los más duros trabajos de
la casa, obligándola a fregar el piso y la escalera,
a hacer las camas y a limpiar los sartenes, y
mientras sus hermanas tenían habitaciones alfombradas
y con espejos donde podían mirarse
de pies a cabeza, la pobrecita había de dormir
en la guardilla, sobre un duro jergón, con sólo
una silla y sin espejo alguno. |
La niña sufría en silencio, sin osar quejarse a
su padre, que estaba completamente dominado
por su segunda mujer. Cuando había acabado el
trabajo de cada día, iba a sentarse a un rincón
del hogar, sobre la ceniza, por lo que en la casa
comúnmente la llamaban la Tiznada. La hermana
menor no era tan mala como la grande, y la
llamaba “Cenicienta”. Pero Cenicienta, aún
vestida de harapos, era más hermosa que ellas,
vestidas como princesas. |
Sucedió que el hijo del Rey anunció un baile
al que fueron invitadas las personas más distinguidas
de la ciudad, y entre otras, las dos hermanas mayores, que figuraban mucho en sociedad.
Tan contentas como orgullosas, se pasaban todo
el día discutiendo cómo irían peinadas y vestidas,
y esto era fuente de molestia para Cenicienta,
que había de estar todo el día planchando
la ropa de sus hermanastras y almidonando
los puños. No hablaban más que de vestidos. |
—Yo— decía la mayor— me pondré el vestido
de terciopelorojo y mis blondas inglesas.
—Pues yo— añadía la menor — no llevaré más
que una falda sencilla, pero me pondré encima
mi capa de brocado de flores y mi diadema de
brillantes, que es de lo poco que hay. |
Enviaron a buscar a la peinadora para componer
sus tocados en dos filas de bucles. Luego
llamaron a Cenicienta, cuyo buen gusto reconocían,
para que diera su opinión. La humilde
muchacha las aconsejó lo mejor que pudo y se
les ofreció generosamente para peinarlas, a lo
que ellas accedieron complacidas. Mientras las
peinaba le decían: |
—¿No te gustaría ir al baile, Cenicienta?
—¡Ah, señoritas, cómo os burláis de mí! No
son para mí los bailes.
—Tienes razón. ¡Cómo se reirían si vieran ir a
una tiznada al baile! |
Cualquiera otra muchacha, después de esto,
las hubiera peinado al revés, pero Cenicienta
era tan buena chica, que las peinó perfectamente. |
Tan trastornadas estaban de alegría, que apenas
habían comido en dos días; rompieron más
de una docena de cordones apretándose el corsé
para estar esbeltas y se pasaban el día entero
frente al espejo. Cuando llegó el feliz día, Cenicienta
las acompañó al coche; tan pronto como
éste hubo desaparecido, se volvió a la cocina y
sentándose junto al fuego, empezó a llorar. |
Su madrina, que la vio bañada en llanto, le
preguntó qué le sucedía. |
—Porque me gustaría... me gustaría...
Los sollozos le rompían el habla. Su madrina
que era un Hada, le dijo:
—Te gustaría ir al baile, ¿verdad?
Sí, es verdad —dijo Cenicienta con un suspiro.
—Si eres buena chica, podrás ir. Anda corriendo
al huerto y tráeme la calabaza más grande
que encuentres. |
Y, no pudiendo adivinar cómo una calabaza
serviría para hacerla ir al baile, su madrina cogió
la calabaza y después de quitarle todas las pepitas,
la golpeó con su varita mágica y la calabaza
se convirtió en una carroza guarnecida de oro. |
Luego fue a mirar en la ratonera, donde encontró
seis ratones; indicó a Cenicienta que levantara
un poco la trampa y cada vez que salía
un ratón, el hada le daba un golpe con su varita
mágica y se convertía en un hermoso caballo,
con lo que formó un magnífico tiro de seis caballos
tordos. |
La madrina estaba preocupada por conseguir
un cochero. |
—Voy a ver si hay alguna rata en la ratonera
—dijo Cenicienta— que nos sirva de cochero.
—Tienes razón. Ve a buscarla.
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Cenicienta le llevó la ratonera en la que había
tras grandes ratas. El hada escogió una que
tenía una magnífica barba, y después de tocarla
,la convirtió en un respetable cochero, con los
bigotes más hermosos que puedan imaginarse.
Luego dijo a Cenicienta: |
—Ve al jardín, en donde encontrarás seis lagartijas
detrás de la regadera, y tráemelas. |
La madrina las transformó en seis lacayos que
al momento se subieron a la zaga del coche, como
si en toda su vida no hubieran hecho más
que de lacayos. |
—Ahora, Cenicienta, ya puedes ir al baile.
—¿Con este vestido? —dijo la Cenicienta.
Su madrina la tocó también con su varita, convirtiendo al momento sus harapos en prendas
de riquísima tela recamada de plata y oro
resplandecientes de la más fina pedrería, y le
dio en seguida un par de zapatillas de cristal, las
más bellas del mundo. |
—Ahora ya puedes ir, Cenicienta. Pero ten
presente que si te estás un momento más después
de medianoche, tu carroza se convertirá en una
calabaza; tu cochero, en rata; tus caballos, en ratones;
tus lacayos, en lagartijas, y tú misma serás
la andrajosa Cenicienta que eras hace poco. |
Cenicienta prometió a su madrina que dejaría
el baile antes de medianoche, y partió llena
de gozo. |
Llegó al palacio, y el hijo del Rey, a quien alguien
había dicho que llegaba una Princesa no
invitada y a quien nadie conocía, estaba esperando
en la puerta para recibirla. Le dio la mano
para bajar de la carroza y la condujo con la
más fina cortesía entre sus invitados. Se hizo un
gran silencio; se dejó de bailar; los violinistas
dejaron de tocar. Tanta era la admiración que
despertaba la belleza de la desconocida. Algunos
murmuraban:
—¡Oh! ¡Qué hermosa! |
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El Rey mismo, viejo como era, le dijo a la Reina que, desde que ella era joven no había visto
persona más encantadora. Todas las damas de la corte la contem-plaban embelesadas, examinando su peinado y su vestido con el firme propósito de encargar otro igual al día siguiente, si es que podían encontrar encajes tan finos y costureras suficientemente hábiles |
El hijo del Rey le dio el lugar más
honroso, y luego le pidió que bailara
con él, y lo hizo ella tan graciosamente,
que la admiración de aquél iba en aumento.
Se sirvió una espléndida cena,
que el Príncipe no tocó: tan ocupado
se hallaba en contemplar a Cenicienta.
Ésta vio a sus hermanas, fue a sentarse a su lado,
les prodigó toda clase de cumplidos, y compartió
con ellas las naranjas y limones que el Príncipe
le había dado, lo que les asombró, pues no
la conocían. |
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Cenicienta fue enseguida a cortar
la más bella calabaza que pudo
encontrar y la llevó a su madrina |
Mientras hablaba con ellas, oyó que daban
las doce menos cuarto, y haciendo una gentil
reverencia a la compañía, salió lo más rápido
que pudo. Llegó sin contratiempo a las puertas
de su casa. Allí encontró a su madrina, que le
sonreía aprobando su conducta, y Cenicienta le
pidió permiso para volver al baile de la noche siguiente,
pues el Príncipe se lo había suplicado.
Aún hablaba cuando sus dos hermanas llamaron
a la puerta. Cenicienta fue a abrirles. |
—¡Cómo habéis tardado!
—dijo, frotándose
los ojos como si acabara de despertarla de un
profundo sueño.
—¡Ah! exclamó la hermana mayor—. ¡Qué
baile tan delicioso! ¡Y ha venido una Princesa
tan bella como no puedes figurarte, que se mostró
muy amable con nosotras y nos dio naranjas
y limones!
—¿De veras? dijo la Cenicienta llena de gozo—.
¿No sabéis quién era?]
—Nadie la conoce, aunque todo el mundo se
arrancaría los ojos por saberlo, y especialmente
el hijo del Rey. |
Cenicienta sonrió y les dijo:
—Entonces,¿eramuybella?Dichosas vosotras;
¿no podría verla yo? Eh, señorita, ¿no podrías
llevarme mañana, dejándome el vestido
amarillo que os ponéis los domingos?
—¡Cómo! ¿Dejar a una tiznada mi vestido
amarillo? ¡No estoy loca! |
Cenicienta no se quejó, porque si le hubiera
dejado su hermana el vestido que le pedía, se hubiera
visto en un compromiso. |
Por fin llegó la noche del día siguiente y las
dos señoritas fueron al baile
luciendo diferentes atavíos.
Cenicienta, más hermosa
y mejor vestida que
la primera noche, no tardó
en seguirlas. |
El hijo del Rey estuvo
siempre a su lado y se mostró
más atento y tierno con
ella. La joven se hallaba encantada
y olvidó lo que su
madrina le había recomendado;
de suerte que oyó
sonar el primer toque de la
medianoche, cuando creía
que apenas eran las once.
Se levantó de un salto y
huyó con la ligereza de un
ciervo asustado. |
El Príncipe la siguió, pero no pudo alcanzarla.
En su huida, dejó caer uno de sus pequeños
zapatos de cristal, que el Príncipe recogió cuidadosamente.
Cenicienta llegó a casa sin aliento,
vestida de harapos, sin carroza y sin lacayos. Lo
único que quedaba de su reciente magnificencia
era uno de los zapatitos, par del que se le había
caído al huir. |
Le dio la mano para bajar de la
carroza y la condujo con la más
fina cortesía entre sus invitados |
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Se preguntó a los guardias de la puerta del palacio si no habían visto salir a una Princesa; contestaron que no habían visto salir a nadie, excepto a una joven mal vestida, que tenía más aspecto de mujer sencilla que de gran señora.
Cuando las dos hermanas volvieron del baile, Cenicienta les preguntó si se habían divertido, y si la hermosa dama había ido también. Le contestaron que sí, pero que había huido al sonar las doce, y tan rápidamente que había dejado caer una de sus zapatillas de cristal, las más preciosas del mundo; que el hijo del Rey la había recogido y que se había pasado mirándola durante todo el baile. Seguramente —dijeron—, está locamente enamorado de la
dueña del zapatito de cristal. |
Decían verdad, pues pocos días después, el
Príncipe mandó pregonar, al son de las trompetas,
que se casaría con la mujer a quien ajustase
el pequeño zapato. Princesas, duquesas, condesas
o simples damas se lo probaron inútilmente.
Por fin llegó el heraldo a la casa de las dos
hermanas; se esforzaron en hacer entrar el pie;
pero en vano.
—¡Déjame probar a mí! —dijo la Cenicienta, que las miraba sonriendo al reconocer su zapatito. Sus hermanas se echaron a reír y se burlaron de ella.
Al gentilhombre encargado de probar el zapatito, después de haber mirado atentamente a
Cenicienta, le pareció muy hermosa. Dijo que era una petición justa, pues tenía la orden deprobar con todas las doncellas. Hizo, pues, sentar a Cenicienta y él mismo le puso el zapato en su lindo pie. Ajustaba perfectamente. El asombro de sus dos hermanas fue enorme, pero fue mayor aún cuando Cenicienta sacó de su bolsillo el otro zapato y después de calzárselo, se levantó. Y un toque de la varita de su madrina bastó para que sus harapos se cambiaran por el vestido más precioso que ojos humanos habían visto. |
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En su huida, dejó caer uno de sus
pequeños zapatos de cristal |
Sus hermanas le reconocieron al momento
como la Princesa del baile; se postraron a sus
pies y le pidieron perdón por todo lo que la habían
hecho sufrir. Ella misma las levantó para
abrazarlas y decirles que las perdonaba de todo
corazón, mientras le prometiesen quererla siempre.
Luego fue conducida al palacio. Al joven
príncipe le pareció más bella que nunca, y pocos
días después, la desposó. Cenicienta, que era
tan buena como bella, dio alojamiento a sus
hermanastras en el palacio, y las casó luego con
dos grandes señores de la Corte. |
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