Hace más de 200 años vivió el rey Federico Segundo de Prusia, uno de los reyes alemanes más poderosos de su tiempo. Contaba con un ejército de 200 mil soldados. Su reino era tan grande como la Península de Yucatán y los estados de Chiapas, Oaxaca y Puebla juntos, y la capital era la ciudad de Berlín. El rey Federico tenía un palacio cerca de la ciudad de Berlín, donde podía pasar unos días de descanso y disfrutar de la tranquilidad y la belleza de sus jardines y bosques. Sin embargo, junto al palacio había un molino de viento que pertenecía a un señor que se dedicaba a moler granos de trigo para convertirlos en fina harina. Por eso todos lo conocían como "el molinero". La harina la colocaba en costales que luego vendía a los panaderos de la región y, de esta sencilla manera, se ganaba la vida. Cada vez que el viento soplaba, las aspas del molino giraban y hacían que se movieran las enormes ruedas de piedra que empezaban a moler los granos; todo este movimiento provocaba un gran escándalo que llegaba a muchos metros de distancia. Los habitantes del palacio eran los primeros en escuchar todo ese ruido; pero el rey era el que más se molestaba, pues decía que con ese escándalo no podía descansar. Cansado de ser constantemente interrumpido en su descanso, el rey un día mandó llamar al molinero para exponerle su problema y le dijo: —Como usted comprenderá, no podemos seguir juntos en este lugar; uno de los dos tendrá que irse a otro lado y yo estoy dispuesto a venderle mi palacio, ¿cuánto me puede dar usted por él? El molinero se quedó sin entender el ofrecimiento del rey, por lo que él le explicó: −Es claro que usted no tiene suficiente dinero como para comprarme este palacio, por eso es mejor que me venda su molino y se vaya a trabajar a otro lado. —Bueno −le dijo el molinero, —yo no tengo dinero como para comprarle su palacio, pero usted tampoco puede comprarme el molino porque no está en venta. El rey pensó que el molinero quería lograr un buen precio y por eso le ofreció más de lo que valía la propiedad. Pero el molinero le repitió: —el molino no está en venta. El rey volvió a insistir, ofreciéndole una suma aún mayor, y el molinero le contestó: −no voy a vender el molino por ninguna cantidad. Aquí me voy a quedar porque aquí nací y aquí quiero morir. Yo heredé este molino de mis padres y quiero dejárselo a mis hijos para que vivan al amparo de las bendiciones de nuestros antepasados. Entonces el rey perdió la paciencia y le dijo de muy mala gana: —hombre, no seas terco. Yo no tengo por qué seguir discutiendo contigo; si no quieres hacer este trato que te conviene, llamaré a unos expertos para que digan cuánto vale en realidad ese molino viejo y eso mismo te pagaré. Después mandaré quitar esa ruidosa máquina y podré estar tranquilo. El molinero, tranquilamente se sonrió y le contestó a Federico: —eso lo podría hacer usted si no hubiera leyes ni jueces en Berlín. El rey se quedó mirándolo en silencio. La gente de aquel tiempo contaba que en lugar de enojarse, el rey quedó satisfecho de oír esas palabras. El molinero confiaba en las leyes y los jueces de su reino y estaba seguro de que el rey terminaría respetando la ley. Federico no insistió más. El molino quedó en su lugar de siempre como un monumento a la justicia ciega. Tan ciega, que no distinguió a un rico de un pobre ni a un rey muy poderoso de un humilde molinero. Durante más de 150 años llegaron personas de todas partes del mundo a visitar ese lugar y a oír la historia del molinero y el rey. Desafortunadamente, durante la segunda guerra mundial, una bomba destruyó tanto el palacio como el molino; sin embargo, la historia nunca se olvidará.
Adaptado de: Educando para la ciudadanía y los derechos humanos. Centro de Recursos Educativos del Instituto Interamericano de Derechos Humanos. San José, Costa Rica, 1998, pp. 46-47. |