(fragmento) *

Después de beberme media docena de jarras, mi sentido común me hizo ver que, de momento, tenía bastante. Por eso, dije que debería regresar al Razzle Dazzle que estaba amarrado en el muelle, al otro lado de la bahía, y a considerable distancia del «saloon».

   

 

 

Me despedí de Nelson y marché en dirección al muelle. Pero John Barleycorn**, diluído en el contenido de las seis jarras de cerveza que me tomé, marchaba conmigo. Mi cerebro sentía como un aguijón su presencia y me hallaba, por eso, muy despierto. Sentía elevarse mi aprecio por la naturaleza humana. Yo, todo un tipo, todo un pirata, me dirigía a mi propio barco después de haber alternado nada más y nada menos que con Nelson, el más grande de todos nosotros, los piratas. Luminosa aparecía en mi mente la visión de nosotros dos bebiendo con los codos apoyados en la barra del bar. Sentía un íntimo agradecimiento hacia él, que me invitaba a beber simplemente porque eso le hacía sentirse feliz y porque yo había despertado su interés.

Apreciaba mucho ver a otros hombres invitándose en la barra del «saloon» «La última oportunidad», ver a cada uno de ellos invitando a otro a beber mientras charlaban.

Eso me hacía recordar a Scotty y al arponero, y a mí mismo, juntando nuestras monedas para poder comprar whisky. Y pensaba que el alterne de los hombres era muy parecido al código infantil: cuando de niño yo invitaba a otro niño a una bola de candy o a cualquier otro dulce, esperaba que él hiciera lo mismo al día siguiente.

¡Era por eso por lo que Nelson me había retenido tanto tiempo en la barra!
Los dos bebíamos cervezas pagadas por él y esperaba a que yo le invitara a una ronda. Yo le había aceptado seis jarras de cerveza
y no le había invitado ni una sola vez. ¡Y se trataba del gran Nelson! Cuando me di cuenta del calibre de la falta que había cometido, sentí una gran desazón. Me senté en un amarradero del muelle y escondí mi rostro avergonzado entre las manos. Tenía un nudo en la garganta y ardían mis mejillas. Me había sentido apenado en muchas ocasiones, pero nunca como esta vez. Jamás había pasado por una experiencia tan lamentable.

 
 

Allí sentado, dándole vueltas a la cabeza sobre lo ocurrido, encontré la justificación a mi comportamiento. Yo había nacido pobre. Había vivido pobremente. En ocasiones pasé hambre. Nunca tuve juguetes como otros niños. Mis primeros recuerdos de la infancia eran recuerdos de pobreza. Ese sentimiento de la pobreza había echado raíces en mí. Tenía ocho años cuando pude estrenar una de esas camisetas que ahora se venden en cualquier tienda. Y fue la única camiseta que tuve durante mucho tiempo. Cuando se me ensuciaba tenía que esperar a que estuviera limpia y seca para podérmela poner. Aquello me entristecía mucho porque deseaba salir a la calle y mi madre no me dejaba marchar con la camiseta sucia; no quería que la gente me viera así y yo, muchas veces, lloraba histérico al verme obligado a esperar a que estuviera limpia.

Sólo un hombre famélico es capaz de apreciar el valor de la comida; y sólo un marinero, o un beduino en el desierto, conoce el significado del agua fresca.

¿Qué podía hacer yo? Me veía en el trance de tomar una decisión seria. Debería decidir entre el dinero y los hombres, entre el ahorro y la aventura. Debería darle menos valor a las economías y apreciar el valor de otras cosas, el valor de la satisfacción que me producía el trato con aquellos hombres,

cuya manera tan peculiar de ver la vida les llevaba a gastarse el dinero que tenían bebiendo con los demás.

Y lo hice. Volví sobre mis pasos a buena marcha, y me llegué hasta «La última oportunidad». Nelson estaba a punto de irse cuando entré. «Vamos a tomar una cerveza», le dije. De nuevo estábamos en la barra del bar, bebiendo y charlando, pero en esta ocasión sería yo quien pagara los centavos. Empecé pagando diez, ¡una hora completa de mi trabajo en la máquina de la fábrica! Y no me costó mucho hacerlo. Empezaba a ver las cosas de otra manera. El dinero no importaba ya.
Lo que me importaba era la camaradería.
«¿Tomamos otra?», invité. Y bebimos de nuevo pagando también yo. Nelson, con la naturalidad de los bebedores, pidió al tabernero: «Ponme un corto Johnny». Johnny le atendió y puso en su jarra sólo un tercio de lo que en otras rondas habíamos bebido. Así y todo el precio siguió siendo el de cinco centavos.

Entonces empecé a sentir una especie de tintineo extraño que, sin embargo, no me hacía sentir mal; incluso era agradable. Había más que una simple cantidad de cerveza en aquellos tragos. Metí un dedo en la jarra. Se estaba acabando la cerveza, pero el espíritu de la camaradería se incrementaba. ¡Ah, otra cosa! Yo también pedí «cortos» en lo sucesivo.

 
 

«Tengo que ir a bordo para coger algo de dinero», señalé de pasada, mientras bebíamos, en la esperanza de que Nelson imaginara que si antes le había dejado pagar seis rondas, fue porque no llevaba encima el dinero suficiente.

«Oh, no hace falta que te vayas», dijo Nelson. «Johnny te fiará, ¿verdad Johnny?
«Claro que sí», dijo Johnny esbozando una sonrisa.

«¿Cuánto me tienes anotado a la
cuenta?», pregunto Nelson.

Johnny sacó una libreta que tenía guardada en la barra, sumó, y dijo una cantidad que alcanzaba varios dólares. Por mi parte, deseé estar en posesión de una cuenta como aquella, ansiaba una página dedicada a mis gastos en la libreta de Johnny. Aquello supondría que de una vez por todas había alcanzado el más alto grado de la hombría.

Después de un par de tragos más, que corrieron a mi cuenta, Nelson decidió irse.

Salimos juntos del «saloon» y así fuimos durante un largo trecho; después nos
despedimos y marché al muelle en donde estaba amarrado el Razzle Dazzle. Cuando llegué, «Spider» encendía el fuego para hacer la cena.

«¿Dónde has estado?», me preguntó tan abiertamente como sólo es capaz de
hacerlo un buen amigo.

«Oh, estuve con Nelson», respondí sin darle demasiada importancia, como si deseara que él no se diera cuenta de lo orgulloso que me sentía por haber estado con aquel hombre.

Entonces, en cuanto respondí a la pregunta de «Spider», un pensamiento me asaltó. Él era otro de ellos, un aventurero. Ahora que había modificado mis concepciones y, sobre todo, mi valoración del dinero, surgía otra oportunidad de demostrarme que ya no era el mísero sujeto que antes había sido. «Vamos», dije, «vamos al bar de Johnny a tomar unos tragos».

 
 

Subíamos por el muelle en dirección al pueblo, cuando vimos a «Clam» que bajaba. Clam, era el compañero de Nelson, era un hombre de unos treinta años, fuerte, bien parecido, viril, que lucía grandes mostachos. Desde luego, nada en él tenía que ver con su apodo.*** «Vamos», le dije, «ven con nosotros a tomar un trago». Y vino. Cuando entrábamos en «La última oportunidad», abandonaba el «saloon» Pat, el hermano de la Reina.

«¿Cómo es que te marchas?», le dije.

«Vamos a tomar unos tragos.
¡Acompáñanos!». «Acabo de tomar un trago ahora mismo», respondió. «¿Y qué?», corté yo. «Pues tómate otro», dije. Pat aceptó la invitación. Y me fui hacia él llevando en las manos sendas jarras de cerveza. Sí aquella tarde estaba conociendo muchas cosas acerca de John Barleycorn. En él hay un algo superior, una fuerza que anula el mal sabor que los primeros contactos con su esencia te dejan en la boca.

Allí, en el «saloon», por el absurdo precio de diez centavos, confraternizaban hombres que en otras circunstancias se odiarían a muerte, que serían enemigos sanguinarios y traidores. Allí, en el «saloon», nuestras voces contentas se mezclaban y confundían mientras hablábamos del mar y de la pesca de ostras.

«Ponme un corto, Johnny, pedía yo cuando los otros solicitaban que les fueran llenadas las jarras. Sí, pedía de beber como lo haría el más experimentado de los bebedores tranquilamente, con espontaneidad, como si mi petición fuera casual, algo que ocurría de pronto y con absoluta calma, como si no me apremiase la necesidad de beber. La verdad sea dicha, y ahora que ha pasado tanto tiempo me doy cuenta de ello, debo confesar que de los allí presentes el único que aún me consideraba un niño de pecho era, precisamente, Johnny Heinhold, el tabernero.

 

«¿En dónde estuvo?, oí que preguntaba confidencialmente «Spider» a Johnny.

«Oh, estuvo aquí toda la tarde, bebiendo con Nelson», respondió Johnny.

Y lo dijo como si hablara de un niño. Él, Johnny el tabernero, él, que me había hablado de hombre a hombre. ¡Oh, estuvo aquí toda la tarde, bebiendo con Nelson! ¡Mágicas palabras! ¡Un tabernero me armaba caballero con una jarra de cerveza en la mano!

    *London, Jack, «Las memorias alcohólicas» en Addictus, año 1, núm. 5, marzo-abril, 1995, México.
**Barleycorn: grano de cebada. John Barleycorn: denominación popular que se le da a la bebida.
***Clam significa en español, «almeja».